Miguel se hartó de esperar.

O, quizá, como muchos, como otros, no se puso un condón, prometió que controlaba y se descontroló.

No parecía enamorado, pero sí fue leal: encontró a Mar, se quedaron embarazados, tuvieron una hija y se fueron a vivir juntos.

Ése fue el orden y no pretendo juzgarlo. Bastante tenía con mi vida, con intentar desprenderme de los restos de mi larguísima intensidad adolescente, con intentar llenarme de risas y de amigos, con intentar esquivar las llamadas de Miguel.

Románticas.

«Sigues siendo la mujer de mi vida, Mica».

Amenazantes.

«Me vas a perder».

Animosas.

«Aún podemos, mi amor. Nos vamos lejos. Dime que sí».

Asustadas.

«Yo no quiero tener un hijo, Micaela».

Feroces.

«Ésta debería ser tu vida. Te la vas a perder».

Tristes.

«Mica, Mica, Mica…».

Orgullosas.

«Me alegro de que supiéramos dejarlo a tiempo, era todo tan enfermizo, tan equivocado…».

Lo cuento como si nada y lo vivía como si todo. Dolía, porque Miguel era el hombre perfecto, lo fue, lo siguió siendo. Y yo no podía quererlo, ni echarlo, ni dejarlo.

También es verdad que, en aquellos momentos, aquel Miguel medio loco que, con una novia embarazada, me llamaba a mí cada dos horas, no parecía tan bueno.

Quizá es que entonces yo estaba demasiado cerca, yo que soy su único defecto.