Miguel y yo no tuvimos más tiempo. Él tuvo que sumergirse en su nuevo trabajo de hijo del dueño y demostrar que era al menos tan listo y tan bueno como el padre. Yo tuve que mirarme en un espejo: sobradamente preparada, lujosamente mantenida.

—Algún día, cuando se apruebe el matrimonio gay, seduciré a tu marido y me casaré con él —me decía mi hermano Jon desde sus larguísimas jornadas de auditor.

—No le gustan los tíos.

—Ni a mí, y no me lo quiero tirar, sólo necesito su dinero y su buen humor. Veremos juntos el fútbol, beberemos cerveza de importación, encargaremos sushi, y yo no trabajaré nunca más.

—Pues yo quiero trabajar, Jon.

—Tú siempre vas al revés, hermanita.

—Jon…

—Ya, ya lo sé…

Jon también quería que yo trabajara. Pablo no opinaba. Miguel sí: «Pero elige, Mica, tú que puedes porque no lo necesitas, elige lo que quieres hacer. Cómo, dónde, con quién…». Ja. No creo que los trabajos se elijan, o sí, ahora que ya nada es como antes y no se escoge el trabajo sino la vida. «Que sí, Mica, que te guste, que te sientas bien pagada, que te lleves bien con tu jefe…».

Eso decía Miguel. Y me recordaba a la oferta que redactan los niños de Mary Poppins: una carta a los reyes magos.

Yo no quería un sueño, sino un trabajo. Ya no quería una profesión ni una vocación; ya no quería ser periodista. Lucho, su estupidez y su medianía, me habían quitado las ganas y la fe. Lo que quería era ir a un sitio a pensar y a hacer, a desafiarme y a exprimirme, a construir y a aportar, y que me pagaran por ello.

Es irónico teniendo en cuenta que me han despedido por pensar. O no, no es irónico, es lógico si siguen mandando los mismos: en empresas y gobiernos, mucho más de lo que parece, mandan los rancios y no los buenos. Ni los sabios ni los listos; sólo los que siempre han estado y siguen porque no hacen nada y, por lo tanto, no se equivocan; o porque gritan y parece que hacen más.

Bendita aristocracia que era el gobierno de los mejores, o eso creían los griegos. Yo he visto mandar a muchos necios.

Pero a eso no hemos llegado todavía: estaba en Madrid, con mi CV lleno de títulos académicos y vacío de argumentos prácticos.