El dinero era de su padre, además.
—Pues claro que le gustas a mi padre, Mica. Es serio con todo el mundo.
—(…)
—No me mires así.
—(…)
—Me acojona un poco eso de no poder ocultarte nada… ¿Eres bruja o algo?
—No, es que tú eres transparente.
El padre de Miguel había sido el mejor amigo de mi padre y yo no recordaba la vida sin él, pero sí que después de un fugaz paso por el funeral, mis hermanos y yo no volvimos a verlo.
Eso de que el dolor es contagioso, supongo, aunque luego supe que sí se había ocupado de mi madre, que de lo que huía era de nosotros, de los menores, de los huérfanos.
—Él está convencido de que te deprimiste cuando murió tu padre. Dice que recuerda siempre a la niña que eras, una loca alegre y vital, una niña feliz e incansable, y que después sólo vio una adolescente triste y desesperanzada.
—¡Pero si no me vio de adolescente!
—Hablaba con tu madre. Y Pamplona es pequeño, Mica.
Y así, a lo tonto, tuvimos nuestra primera gran bronca. Verme a través de los ojos de mi suegro era, también, verme a través de los ojos paternalistas y salvadores de su hijo ahora que yo ya había pasado al otro lado.
«Que no estoy deprimida, que lo que veis no soy yo, sino las cosas que me han pasado, que yo aún me estoy haciendo…».
Vi ese lado redentor, claro, lo había visto otras veces; ya eran muchos años huérfana. Pero de lo que no me di cuenta es de que a Miguel también le ponía la reticencia de su padre. Lo aceleraba, lo intensificaba, lo dramatizaba, lo erotizaba…
Nos conocimos (nos reencontramos) en Londres en junio y en agosto Miguel dejó su banco y nos fuimos juntos a recorrer Estados Unidos.
Mi madre era mucho más fácil: la beatlemaníaca progre había cambiado poco en lo esencial. En todo caso, era mayor, más sabia, más práctica y, sobre todo, más entregada a la felicidad de sus hijos.
—¿Necesitas dinero, Mica? Eso es lo único complicado.
—No, paga Miguel, que para eso es rico.
—Tampoco es eso, Mica. Lo importante es que es bueno, que lo conozco desde pequeño, y eso se nota ya en los primeros años.
—Bueno y listo también, mamá.
—No me hables de inteligencia, Mica. De verdad. Ya lo sabes. Sólo me importa que sea bueno… «en el buen sentido de la palabra bueno».
Ésa es otra que sale siempre. A mi madre le gustaba que yo leyera, no que viviera en los libros; apreciaba la inteligencia, claro, pero lo que quería alrededor era bondad.
—Desconfía de los intelectuales, que la inteligencia sin bondad miente y manipula.
Ésa ha sido nuestra discusión eterna y no se lo llegué a decir por pura pose, pero hace años que le di la razón: que sean buenos.
El caso es que Miguel y yo volamos a Nueva York, conocimos juntos Chigaco y Nueva Orleans, y acabamos recorriendo la Ruta 1 desde San Francisco hasta Los Ángeles.
En moto, claro, en etapas cortas y noches largas; en una película que los dos nos habíamos montado.
Viajábamos sin dejar de tocarnos. Parábamos a cada rato. Estirábamos las piernas. Nos besábamos. Encontrábamos un motel. Nos duchábamos. Hacíamos el amor. Cenábamos. Hacíamos el amor. Dormíamos. Hacíamos el amor. Dormíamos. Hacíamos el amor. Desayunábamos.
Estuvimos más de un mes viajando.
La meta era Los Ángeles, pero la ciudad del cine no nos gustó nada porque significaba el final del viaje y no queríamos acabar. Tocamos el Pacífico, literalmente, rozando el mar en Santa Mónica y decidimos largarnos de allí y seguir.
Con un giro de noventa grados, huimos hacia Las Vegas.
Por curiosidad antropológica, por mitomanía y por puro morbo.
Pero, de camino, en un bar de San Bernardino que parecía un sueño, mientras decenas de pares de botas vaqueras bailaban a la vez, a Miguel y a mí nos entró el mismo ataque de risa. Y lo digo bien: no nos entró un ataque distinto al mismo tiempo, nos entró el mismo; la misma risa contagiosa, feliz, interminable.
Una risa de amor absoluto.
—¿Y si nos casamos? —me preguntó Miguel entre hipidos.
—Lo que tú quieras. Va a ser para siempre casados o no.
—Pues decidido. Boda en Las Vegas, volvemos de vacaciones casados, con papeles, como adultos, para ponernos a cambiar el mundo, para cambiar nuestro mundo, para no separarnos nunca…
—¿En serio?
—Totalmente.
—Hecho.