Por eso, casi preventivamente y aunque no era muy consciente, a los veinte empecé a luchar contra mi propia tristeza etiquetada, o mi etiqueta entristecida. Y acabé por tirarme a los dos.
A Andreas y a Mike, claro.
O, más bien, pasamos toda una noche juntos, los tres, fumando en su apartamento, tocándonos en su cama, queriéndonos en su salón.
Creo que esa noche fue una de las más felices de mi vida, así, tal y como se dio, irrepetible y única.
Pasó. Una vez. Como un milagro. No volvimos a acariciarnos ninguno de los tres. Del todo a la nada. Habíamos llegado hasta arriba, se acababa el curso, se asomaba el verano, tocaba cambiar de escenario.
Y, encima, apareció Miguel.
Pero eso fue dos días después.
Primero habíamos recogido el título. El curso que hicimos ya no existe. «Filosofía artística y política económica». Nueve meses estudiando la forma en que el arte y la creación podían aplicarse a la economía, ayudarla a crear para construir una sociedad más democrática y más justa.
Supongo que el que no exista es un signo de los tiempos, parte de ese «balance provisional de la catástrofe». Ahora todo el mundo habla, grita, se queja, y casi nadie propone, inventa, crea. En un mundo sobreinformado, estamos paralizados por la crisis, el estupor y el miedo.
O parados, como yo.
Pero no quería contar eso. Quería contar que tenía veintiún años, y que Mike y Andreas llevaban meses cuidándome y queriéndome, y yo dejándome cuidar y dejándome querer, que ellos eran hermanos de los que compartían todo, que íbamos a volar en direcciones literalmente opuestas, ellos a Oslo, yo a Madrid, que podía ser una vez y no más. Que fue.
Ocupaban un apartamento diminuto encima del puente de Camden. Un estudio muy hippy, con incienso y telas indias. Un sitio donde yo había pasado mucho tiempo pero nunca con los dos a la vez. Fumamos maría y pusimos música, queríamos pasar toda la noche despiertos, intentar que toda nuestra vida futura, nuestra posible vida juntos, se acelerara, intensificara y viviera en unas horas.
Y pronto empezamos a flotar.
A mí la maría siempre me ha gustado porque me aligera.
El alcohol me entorpece, la coca me enloquece, la maría me relaja. Y aquella noche necesité poca. Todo era fácil con Andreas y con Mike. Recuerdo el sofá, estar sentada en el suelo, entre las piernas de Andreas, que fumaba y me acariciaba el pelo; recuerdo que Mike se tumbó en mi pierna y pronto alargó la mano y empezó a tocarme, que luego me bajó los pantalones y me chupó despacito, sin buscar mi orgasmo, sólo su placer.
Recuerdo que Andreas sonreía y me preguntaba si yo era feliz, y que yo le decía que sí. Que mientras Mike me chupaba yo chupé a su hermano, que mientras su hermano se acercaba al final, aprovechando que yo estaba de rodillas y muy concentrada, Mike me penetró por detrás, aún sin prisa, aún sin meta, mientras él se acariciaba los testículos.
Recuerdo que nos corrimos los tres entre el sofá y la alfombra.
Que, mucho más tarde, nos despertamos en la cama y lo volvimos a hacer, lo de corrernos los tres, de otra manera, igual de suave, igual de auténtica, igual de real.
Lo recuerdo y sonrío. Alguna vez he pensado en buscarlos en Facebook. Alguna vez, la verdad, lo he hecho. Pero no los he encontrado: Andreas y Mike tuvieron un tiempo y una misión en mi vida. Cumplieron y pasó.
Me devolvieron a este lado de la luz, me dejaron en los brazos de Miguel.