A estas alturas de mi vida y le sigo dando vueltas, y protestándole a Manu como si él tuviera la culpa. «Que yo no soy una tía triste, a veces parezco seria, pero no soy triste». La teoría de Manu es que los tíos son muy básicos: una mujer delgada y de ojos grandes es una invitación al caballero andante, salvador de princesas melancólicas, «déjame que te rescate, pero no seas feliz que entonces no tiene gracia».

—Igual es ésa la historia de mi vida —le digo a Manu—. A un lado los hombres que me han querido salvar de mi tristeza; en medio los que jamás me han hecho caso, y al otro los que se excitan con mi bordería.

—O tu inteligencia.

—Bordería, Manu. La inteligencia, si la tengo, no la ven.

—En realidad, Mica, a mí siempre me has hecho reír. No eres triste, eres graciosa. Y muy pesada, eso sí.

Manu se para, desvía la vista un segundo, duda, y se decide: «La historia de tu vida, Mica, debería ser la de los hombres a los que tú has querido, y no la de los que te han querido a ti».

Y me hace pensar porque eso, precisamente, es lo que desde la frialdad y la razón, sin sonreírme, me decía mi psicoanalista: que yo siempre quería a los hombres que decían quererme, que elegía a los que me habían elegido; anulando mi criterio por el puro agradecimiento de haber sido elegida.

Manu no está demasiado conforme con esta explicación intensa y fatalista: «Mica, no tengas morro, eres mucho más sana y mucho más espontánea que todo eso».

—Y más insegura: sólo me atrevo a querer a los que me han dicho que me quieren.

—¿A los que te quieren o a los que han dicho que te quieren?

—A los que lo han dicho.

—Pues no es lo mismo.

Mis conversaciones con Manu son tan frecuentes que vamos rápido y analizamos poco. Mejor, por un lado. Diego, el tercer ángulo de este triángulo mágico, viaja más, y cuando nos vemos me encuentro contándole las cosas no como pasaron, sino como las recuerdo. Y no me gusta.

A él no le importa. Es un fanático de la autoficción y de Larry David. Y yo, pero es que lo que hace Larry en Curb your enthusiasm es mágico: usa su nombre y se ríe de sí mismo para decir lo que le da la gana. Lo que triunfa es mérito suyo, lo que hiere es culpa de su personaje.

Tampoco es igual la «autoficción» en el arte que en la vida o en la memoria. No es lo mismo la (buena) literatura que esa gente que cuenta la historia de su vida parándose siempre en las anécdotas que ha depurado y embellecido para enseñar su único lado digno.

Yo paso.

Con Manu y con Diego no cuento, soy. Con el resto del mundo, no cuento, parezco.

Y entonces me etiquetan, como hacemos todos, como nos hacen a todos: huérfana, triste, intensa (en el campo semántico del dolor y la pena); inteligente, soberbia, indómita (en el campo semántico del trabajo y la envidia); tierna, entregada, exigente (en el campo semántico del amor y el abandono).