Desde los catorce años, y tenía ya más de veinte, yo no había tenido amigos ni un ocio convencional. Polvos y poco más. Lucas me devolvió la piel, Manu la risa. Y la edad y la vida me fueron regenerando las ganas.

A Manu, por ejemplo, siempre le pareció buena señal que yo me hubiera salvado en el accidente en que murió mi padre, y en la moto de Lucas. «Eres un gato, Mica. A ti no te mata nadie, así que espabila y vive porque puedes vivir mucho más que los demás. Tú puedes vivir sin miedo».

Me costó creerle, pero le creí. Manu, en esa época de ausencia de mis hermanos, fue la ventana por la que yo empecé a asomarme a la vida, y mi madre, en cambio, el espejo de mi angustia: si yo me dejaba caer en la depresión, la devolvía a un sitio en el que no podíamos permitirnos que estuviera.

El sitio de mi padre. El sitio de su ausencia.

Yo aún quería seguir sufriendo, más por pereza y hábito que por convicción, pero no era tan egoísta como para querer que mi madre fuera mi doliente testigo. Así que se me ocurrió que quizá, sólo quizá, si sufría lejos, podría sufrir en paz.

A mi madre le pareció perfecto y sólo había un destino posible: Londres, claro. Siempre quise y siempre querré vivir en Londres. Desde que mi padre me llevó con ocho años, dejando a Jon y Pablo en casa.

Flipé. Londres es elegante, generosa, exigente, enorme… y no se toma en serio a sí misma. Londres era como mi padre.

Yo conseguí una semibeca, mi madre un crédito completo.