Manu también está harto de la necrofilia, y eso que presume mucho de mi vida de culebrón efectista, de huérfana y accidentada constante. Pero ahora, en casa de Miguel, mientras me ayuda a repasar y embellecer mi CV, tiene una duda mucho más acuciante:

—Dime una cosa: ¿tú y yo por qué no nos hemos acostado nunca?

En realidad, esa pregunta me la hace varias veces al año, siempre que nos vamos de cena con Diego, como tres chicazos, y acabamos muertos de risa ante mi único y miserable gintonic (yo bebo uno en el tiempo en que ellos agotan cinco o seis, pero el efecto es igual: quedamos los tres noqueados y sinceros).

El caso es que la pregunta de Manu no tiene respuesta. Y menos una de esas respuestas tópicas: «Nos queremos demasiado». Manu y yo nos queremos mucho, incluso todo, pero no demasiado.

—¿Pero tú dirías que hemos tenido tensión sexual, Mica? Porque a mí, menos en tus épocas de flaqueza extrema, siempre me ha parecido que estabas bastante, bastante buena…

—¿Y eso es tensión sexual?

—No, es sólo un dato.

Manu, como yo, está a punto de cumplir los cuarenta y siempre ha estado cerca, haciéndome reír hasta cuando sólo podía llorar. Y ahora, viéndolo en perspectiva, creo en realidad que nunca me he acostado con ninguno de mis dos grandes amigos porque no hemos tenido la desgracia de enamorarnos, sino la suerte de encontrarnos y la sabiduría de querernos.

—Eso es una cursilada.

—Que no, piénsalo. Piensa en Diego, que es el retrato robot de mi hombre ideal. Física, política y hasta literariamente. Y nada: sólo amigos.

—¿Qué tiene eso que ver, Mica, tú que eres tan viajada y tan follada, con que no nos hayamos acostado o no te hayas acostado con Diego? ¿Qué tiene que ver el sexo con el amor?

—Casi nada.

—Aparte, Diego está siempre de viaje. Ya va siendo hora de que reconozcas que tu mejor amigo soy yo y que Diego es sólo un figurante.