Que conste que nos costó llegar hasta el final. No es tan fácil asumir la horterada, los disfraces, los colores pastel, la impostura… No es tan fácil reírse de un negocio ridículo mientras participas en él, o participar mientras te ríes de él.
Pero encontramos a un tipo que nos casó sobre una Harley, lo más sagrado que conocía Miguel, lo mejor que había tenido yo entre las piernas (y sé que este comentario suena tremendamente zafio, pero es que las Harleys son una belleza).
Los dos en vaqueros y camiseta, los dos absolutamente entregados. Sin disfraces.
Al terminar, Miguel se dio la vuelta con una sonrisa blanca e inmensa, la más bonita, la más confiada y luminosa que he visto en mi vida:
—Marido y mujer.
—No, no, hombre y mujer. Yo soy tu mujer si tú eres mi hombre, que «marido» suena a cargo institucional y no pienso pagarte.
—Qué peleona y qué pesada eres… Pero sí. Tu hombre, tu amante, tu novio… Soy todo lo que quieras. Todo lo que tú me dejes ser. Yo te amo, Mica. No lo olvides, porque ésa va a ser tu maldición.
Nos quedamos diez días en Las Vegas sin entrar en ningún casino. Nos encerramos en una habitación inmensa y con vistas al desierto. Una de esas suites superlujosas que casi te regalan con tal de que, al pisar el vestíbulo, apuestes y pierdas tu pasado, tu presente y tu futuro. Y nosotros sin apostar, que ya lo teníamos todo, no fuéramos a perderlo.