Mi madre probó primero con la terapia doméstica. Un cursito de esos para pijoprogres, para adolescentes burgueses, para solitarios de buena familia. O sea, una Escuela de Escritores, así, con todas las ínfulas de un nombre romántico y hueco.
El accidente me había dejado sin curro, rapada, comatosa y deprimida, y yo estaba empeñada en conservar mi infelicidad, en proclamarla al mundo, sin reconocerle ni una sola virtud a la vida.
—¿Y quién te ha dicho que quiero escribir, mamá?
—Tú, desde pequeña, Mica.
—Pues te mentí. Y también te ha mentido el que diga que se aprende algo en esos cursillos para pijos raros.
Y entonces mi madre se hartó, como hacía de vez en cuando con dos tipos de gente: los estúpidos y su hija.
—Mira, Mica, así sales de casa y te oxigenas, que yo también estoy cansada de tu tristeza, y preocupada porque no sé si se te quedó el alma en el asfalto o se fue con tu padre.
—(…)
—Tienes que vivir y dejarte de excusas. Tus hermanos lo han hecho, y yo también. Y tú eres más que nosotros cuando quieres.
—(…)
—¿Lo entiendes, Mica? ¿Me entiendes tú a mí?
Ésa es la mayor virtud de mi madre: que cuando no puede más, dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Así que empecé a ir a la escuela cargada de culpa y de vergüenza por dentro; de escepticismo y de ira por fuera.
No me gustaba el mundo y no me gustaba yo. No me iba a gustar la escuela.
Éramos quince alumnos en clase. Doce solitarios con pretensiones, un guionista excepcional, un bruto adorable (Manu) y una zombi (yo).
Y tres profesores: relato, filosofía y técnica. Los profes eran escritores de medio pelo, escritores que habían pasado de jóvenes promesas a medianas realidades, escritores de una o ninguna novela que nos cobraban por… por… ¿Por qué nos cobraban? Pues porque nos dejábamos.
Es verdad que esas escuelas no prometen convertirte en escritor (ni en persona); es verdad que a escribir no se enseña, es verdad que son un imán de bichos raros y, sobre todo, es verdad que todo eso da igual.
Es un sitio donde ir cuando se te han agotado los demás y lo puedes pagar.
Yo sólo estuve un par de meses, y me quedé con Manu, el chaval de las pestañas largas que se había sentado a mi lado.
—¿Y tú por qué estás tan flaca? ¿Eres anoréxica?
—¿Y tú por qué haces preguntas tan idiotas? ¿Eres imbécil?
Así nos conocimos, tal y como somos: Manu transparente y yo rasposa. Nos habíamos sentado juntos y, de repente, nos encontramos compartiendo un intenso desconcierto mientras algunos de nuestros compañeros de clase declaraban que ellos estaban allí para ser grandes, para cambiar la historia de la literatura.
—¿Y por qué no dejas que la literatura te cambie a ti? —oí desde la fila del guionista (se llama Hugo y aún somos amigos, pero resulta complicado quedar con un genio que vive en Los Ángeles y ha hecho valer su optimismo y su talento).
No es fácil en estas escuelas pseudoartísticas llenar las horas lectivas de inanidad y apariencia, y dejar hablar a los alumnos es la forma más práctica de ocupar el vacío. Así, presentándonos ante el grupo ese primer día, Manu y yo compartimos también un ataque de sensatez:
—Yo me llamo Manu, y no quiero ser escritor. Lo digo en serio, no me miréis así. Estoy aquí porque mi padre es periodista y él quiere que me interese la literatura, pero no, a mí me interesa la vida. Y hasta eso ha sonado demasiado importante: lo que me interesa de verdad es pasarlo bien, que para eso tengo veinte años.
—Yo… me llamo Micaela. Y tampoco quiero ser escritora, como mucho quiero escribir para mí. Pero me pasa como a Manu: mi madre me ha regalado este curso pensando que me va a hacer feliz, y yo creo que no voy a ser feliz nunca.
No sé si yo era la más freakie, pero casi seguro era la más intensa: yo no quería ser feliz, quería estar muerta.
Menos mal que se me fue pasando.