—¿Cómo te llamas? ¿Dónde estás?
Las preguntas tontas las hacía un médico con cara de listo. Me sabía las respuestas.
—Micaela.
—(…)
—Hospital.
—(…)
—Qué preguntas tan ridículas y tan obvias haces, ¿no?
Y, con esa frase y antes de verla, oí (u olí) el suspiro de alivio de mi madre. Y sus lágrimas.
—¿Lo ve, doctor? Que no le pasa nada, que tiene el cerebro intacto. Igual de borde que antes.
Pero el doctor no la escuchaba. «¿O sea que te llamas Micaela? ¿Y por qué estás aquí, Micaela?».
—La moto, supongo. ¿Y Lucas?
—Si Lucas es el tipo que iba contigo, debe de estar en su casa. A él no le pasó nada. A ti te pasó todo. O todo te pasó a ti. Entiéndelo como quieras.
Y el doctor con cara de listo tuvo el buen criterio de llevarse a mi madre y dejarme sola para hacer recuento. Recuerdo que lo primero que hice fue mover los dedos despacito: con las yemas recorrí los brazos y las piernas, buscando cicatrices, pero no había. Me toqué el pelo: mucho más corto que en mi época más punk, y ahí sí, por encima de la oreja derecha, noté un enorme costurón.
«Bueno… —pensé—, ellos lo llaman todo, pero en realidad no es nada».
Había estado dos semanas en el hospital, sin estar: en coma, dormida y dramática, aparatosa, vaya. Me contaron que la moto resbaló y Lucas cayó sobre mí, que mi casco se abrió y que también se abrió mi cerebro.
—¿Se escapó algo?
—Ay, Mica, no seas desagradable… —Mi madre me apretó la mano y, por muchas burradas que intenté decir para espantarla, no me la soltó en varios años.
Y yo, a cambio, no se la solté al coma. Me quedé viviendo allí, dentro de mi propia muerte, alucinada y absorta, completamente entregada al otro lado. Buscando a mi padre, supongo; o buscando, simplemente, la comodidad de no buscar. Porque los resucitados son como los huérfanos: llevan la excusa puesta.
Me han preguntado tantas veces si vi la luz que tengo todo tipo de respuestas y ninguna es la verdad. Estuve en coma, me sedaron y entré en otra galaxia. Sería la luz, serían las drogas. Molaba y no me gustó volver.
Pero no quería que se notara, así que pasé otras dos semanas entre médicos, volví a casa y estuve un tiempo sin salir, poniendo cara de resucitada extática a las visitas y fingiendo que me miraba hacia dentro y que entendía lo que veía.
Pablo y Jon vinieron, me tocaron, se metieron conmigo, me hicieron reír, me liaron porros para un año, y volvieron a sus mundos. Vivían los dos en el extranjero, creciendo sin accidentes ni cicatrices visibles. Pablo fue el último en llegar: «Mica, tía, tampoco hace falta tanto efectismo. Lo del novio con moto es un topicazo, pero ten cuidadito y evita el coma, joder».
Cuando se fueron mis hermanos y me creció un poco el pelo, ya con la cicatriz tapada, reconocí mi aburrimiento y volví al trabajo.
Volví y sólo duré diez minutos.
El tiempo justo para entrar, dejarme abrazar por Lucas y observar mi mesa ocupada por otra chica de mi edad.
—Es la nueva becaria.
Me lo sopló Lucas, que no dejaba de besarme y de tocarme las costillas, como si me las contara. O contándomelas sin el «como».
—¿Por qué? Si la becaria soy yo.
—No, Mica, tú eres la zombi.
—¿Qué dices?
Lucas me llevó a una esquina y me lo explicó.
Resulta que en esta empresa no tenían la costumbre de asegurar a los becarios, y que yo había tenido un accidente de camino al curro, y eso era un tremendo lío o un bonito escándalo, según lo contara mi abogado o ese periódico que no era tan progre pero sí más sensacionalista y con más ganas. Así que decidieron que nunca me habían contratado, porque además yo no iba a salir del coma, y si salía mi cerebro se iba a quedar dentro, drogado e incapaz de una demanda.
Estuve fuera nueve semanas; en la tercera, Lucho me sustituyó.
—Vale. Voy a hablar con él.
—Déjalo, Mica, que no merece la pena.
Entré en el despacho de Lucho y quiso besarme: «Mica, ¡eres un milagro! Joder, qué visita tan maravillosa».
—¿Visita? Pero si vengo a trabajar.
—(…)
—¿Qué?
—(…)
—Bah, machote, corresponsal de guerra, compañero de fatigas: dímelo a la cara. Dime que me has echado mientras estaba de baja y sólo porque estaba de baja. Venga, rojo pelirrojo, dime que ya no trabajo aquí.
—Mica, no lo hagas más difícil.
—Difícil o no, yo al menos lo hago, eres tú el que no hace nada, el que por no hacer ni siquiera da la cara. ¡Y no me toques!
Me aparté de su mano tendida, de su intento de rozarme la mejilla, la ropa, algo, y, por fin, él bajó la cabeza.
—Mica… no sé qué decirte.
Y salí.
—Con ganas de tocar los cojones, parece —me dijo Lucas.
—Con ganas de trabajar, coño, Lucas. Podías estar de mi parte…
Casi veinte años después, el tipo que me selló un papel que decía que nunca había trabajado en esa empresa es, precisamente, Ricardo, mi último jefe, el mismo que, desmemoriado pero constante en su estulticia, me pidió que no pensara y luego dejó que me despidieran.
Pero eso es otra historia, o la misma, la de un mundo en el que siguen gobernando los rancios. Y digo los rancios porque esto no va de feminismo y de denuncia, va de que últimamente sobreviven los corchos, los que no sienten ni padecen, los que flotan, satisfechos, vagos, orondos; va de que así estamos y de que aquí, así, no podemos quedarnos.