—Lucas y Lucho… o sea, que tú eres de las que sólo hablan con tíos, ¿no? Toma, te invito al desayuno, para que no digas que las mujeres no somos amables.
La voz de Rosa era muy desagradable, casi tanto como el olor del café que derramó en mi mesa con violencia ese segundo día de trabajo, una ofrenda a su mala hostia. Cualquiera le decía, encima, que yo no tomo café, que soy insomne y taquicárdica desde pequeña. Además, se me había adelantado en mi intento de integración; hiciera yo lo que hiciera, ella había marcado territorio, posesiva y vigilante, y me había dejado un espacio mínimo para reaccionar, para reaccionarle.
Me sentí acorralada, me cabreé, mordí.
—Sí que hablo con mujeres. Lo que no hago es tomar café, que me pongo muy nerviosa, pero es un detallazo —contesté mirándola desde abajo, con mi sonrisa más inocente y menos creíble y un poco del acento pijo que puedo rescatar a voluntad de algún rincón de mi infancia y que estaba segura de que la irritaría.
—Muy bien, rica. Yo lo que no hago es hablar con niñatas.
Y Rosa se dio la vuelta hacia su mesa mientras las cabecitas de la pradera observaban con un placer morboso el desembarco de su corpulento mal humor.
Pronto me di cuenta de mi error. Rosa era la jefa de la oficina. Una jefa oficiosa pero letal. Nunca supe si —como decía Lucas— estaba enamorada de Lucho. De hecho, creo que no, que a Lucho lo despreciaba como a todos los demás, pero lo necesitaba porque era manipulable y Rosa era como un Stalin de andar por casa: abandonadas su ambición, su belleza y su vida, hacía y deshacía carreras profesionales y vitales, gestionaba amistades y enemistades, y, como actividad principal, controlaba el ambiente emocional de esa pradera mediocre.
Rosa era grande, aparatosa y callada.
Todas las mañanas, cuando llegaba al trabajo media hora más tarde que los demás, Lucho se acercaba a ella y le daba un beso en la mejilla. «My English Rose…», y Rosa apartaba la cara con un desdén impostado y gruñía satisfecha. Entonces Lucho abría su despacho, cogía una jarra de agua y se acercaba hasta la fuente parándose en mi mesa. «Mi Rosa y mi becaria, mis dos alegrías del día. ¿Qué aprendiste ayer, Micaela? ¿Qué te vamos a enseñar hoy? Dame un beso, anda, Mica…».
Todo esto, y no es broma, ocurría cada día exactamente a la misma hora, exactamente de la misma manera, como en una representación teatral repetida mil veces y perfectamente coreografiada, como en una interminable broma de mal gusto, como en un delirio.
Yo no contestaba, ni le daba un beso, ni… Ni tampoco podía escupirle o darle un manotazo cuando él, resignado ya a mi carácter arisco, me acariciaba el lóbulo de la oreja entre dos dedos resbaladizos y viscosos. No me sentía acosada ni halagada, no. Sólo me daba pena y un poco de asco que esa empresa, aparentemente progre, aparentemente rentable, aparentemente moderna, estuviera en manos de un tipo así. Pero me faltaba experiencia, contexto y mundo para saber escabullirme de él, así que volvía a mi promesa: iba a trabajar, iba a aprender, iba a entender ese mundo pequeñito y minúsculo, y luego iba a cambiar el otro mundo, el grande, el de las mayúsculas.
Tapiada mi ventana con Rosa, ese segundo día fui a hablar uno por uno con todos los ocupantes de la pradera. «Hola, soy Micaela y, bueno, ya lo sabes, pero voy a estar aquí unos meses… ¿En qué puedo ayudarte?».
Soy cabezota, puedo parecer dulce (o podía), y no me rindo fácilmente.
En un par de días, al menos cuatro de los ciudadanos del país de la mediocridad habían descubierto que soltarme el trabajo que ellos desdeñaban reportaba enormes ventajas: tenían más tiempo para no hacer nada, enseñaban lo dura que es la vida a una niña pija, quedaban bien con Lucho demostrando que su becaria era una necesidad empresarial y no un capricho personal… El único problema —la animadversión de Rosa— lo salvaban con facilidad: «Le he soltado un marrón a la niñata, Rose».
Cierto. Pero no eran marrones, eran, simplemente, cosas aburridas: corregir pruebas, traducir textos, acortar artículos, comprobar hechos… Un trabajo más mecánico de lo que yo preveía y también, en el fondo, mucho menos exasperante que la vida de oficinista escaqueado que se estilaba por allí. Me enseñaron rapidez y eficacia: aún hoy soy la cortadora de textos más veloz del planeta, y me sobran caracteres en Twitter para regalar a cursis e incontinentes verbales.
Y de premio estaba Lucas.
A mediodía, de lunes a jueves, me escapaba con él.
—Se enfadará Rosa contigo si me hablas…
—No, Mica, se enfadará contigo, que eres mujer y tienes veinte años.
Para Lucas era todo fácil o, al menos, estaba claro. Él tenía cuarenta tacos, un niño de cuatro y una ex mujer. También tenía una moto y un gato. «Yo sé que te vas a ir, pero, mientras estés, aprovecho y te chupo la juventud, que a ti te sobra».
Al tercer día, ya no fuimos a comer, sino a su casa. En su moto, a su cama, con su gato.
Me encantaría decir que me enamoré de Lucas, que le admiraba, que fue una pasión brutal y definitoria. Pero no. Lucas y yo nos cuidamos durante un tiempo, nos quisimos bien, nos acostamos mejor, nos sonreímos de maravilla, y ya.
Él no quería a nadie en su vida y yo lo quería todo en la mía.
Lo que sí hice fue aprender: Lucas, por ejemplo, me enseñó a estar desnuda, a apreciar el silencio y a respetar mis ritmos.
En las dos horas libres del almuerzo, huíamos en su moto y mezclábamos el sexo y la comida, Lucas pintaba un poco, yo leía, dormíamos unos minutos y volvíamos a la redacción, como si nada.
Rosa, previsible, había dejado de hablar con Lucas y me ofreció otra oportunidad.
—Micaela, tú y yo no nos caemos bien, eres mayor de edad y es tu vida, pero…
Había aprendido lo suficiente en esos primeros días para guardarme la primera reacción, así que la escuché con una paciencia perversa, porque, ya puestos, me divertía conseguir que lo dijera todo.
—Mira, Micaela, no es fácil lo que te voy a decir, pero tú sabes que soy sincera y yo sé que tú eres lo bastante lista para apreciar la honestidad. Lucas se lía con todas las becarias, una detrás de otra. Tú no eres peor que las anteriores, pero tampoco mejor. No eres ni siquiera distinta. Lo he visto demasiadas veces como para no advertirte del final: te va a hacer daño y creo que no lo necesitas.
Bajé la cabeza por vergüenza ajena y seguí a lo mío.
Porque yo ya había encontrado mi rutina: llegaba a aquella redacción, que no era más que una oficina vulgar, y tenía pilas y pilas de textos por corregir. Me aislaba y los iba resolviendo. Todos. Nunca me fui a casa sin terminar, nunca dejando algo para el día siguiente. Y eso que en las doce horas nocturnas los montones se multiplicaban sin demasiado control: en aquella fábrica de publicaciones comerciales que los clientes pagaban alegres porque nadie las leía pero quedaba bien tenerlas, se había establecido una carrera entre mis compañeros (perdón, mis maestros) y yo: ellos sacaban trabajo de las piedras para ponerme a prueba y yo, en silencio, sin protestar, les demostraba que se podía completar.
Hasta que se dieron cuenta, no sé si solos o con la ayuda de Rosa, de que aquella competición lo único que ponía en evidencia, lógicamente, era su propia incompetencia.
—Te estás metiendo en un lío, Mica —me decía Lucas—. Cuanto más curras, más demuestras que ellos no. Cuanto más trabajas, más prescindibles son. Yo sé que lo haces porque te aburres, ellos pronto empezarán a creer que lo haces porque quieres sus puestos.
—¿Cómo van a pensar eso? Prefiero poner copas toda la vida que vegetar en esta empresa. Yo estoy aquí de paso.
—Hombre, gracias.
—Bueno, tú eres pintor, Lucas.
—Ya…