Lucho era un hombrecillo pelirrojo y delgado. El día que lo conocí llevaba una corbata horribilis de un color parecido al marrón, y una de esas camisas de manga corta que tanto irritan a los expertos en elegancia. Más de cincuenta tacos. Manos sudadas.

Porque, eso sí, yo le di la mano. Y él se empeñó en darme dos besos. Uno en cada extremo del labio, los dos un poco húmedos.

«Patético», pensé. Y aún no había visto nada.

—Llámame Lucho. Es que prefiero que me tengas confianza. Y Lucho es mi nombre de guerra. Porque yo he ido a la guerra, Micaela, pero eso te lo contaré otro día, que parece que presumo y yo no soy de presumir.

—(…)

—Y, además, Luis Ignacio, que es como me llama mi madre, me suena a marqués, y yo de marqués no tengo nada, que soy rojo de toda la vida, ya me ves: rojo y pelirrojo.

Y soltó una carcajada falsa y esforzada porque los tipos con camisa de manga corta se ríen de sus propios chistes. Aunque se rían solos.

Además, no había terminado:

—Pero hablando de nombres, espera… Mi-ca-e-la…

Lo pronunció despacito, deleitándose en cada sílaba (al menos las separó bien, con el hiato incluido). Y lo repitió. Como si yo no lo hubiera oído nunca, como si él fuera el hombre al que yo se lo quería escuchar toda la vida.

—Mi-ca-e-la. Eso sí que es un nombre, coño. El nombre perfecto para una mujer casi perfecta…

Y, guiñándome un ojo, volvió a dejar colgando las palabras. Si hubiera sido observador, mi falta absoluta de reacción le habría hecho callarse, pero no: Lucho quería soltarme el discurso completo y mi desinterés no le parecía relevante.

—Mira, te manda de becaria una tía legal, una gran amiga y compañera de fatigas…

Glups.

«Compañera de fatigas…». Los tópicos, los lugares comunes, las frases hechas sólo presagian pereza mental y/o simple estupidez.

«Mica, Mica, Mica…».

Yo a veces hablo sola. Especialmente cuando alguien (me) habla demasiado: entonces me repito mi nombre despacito, mientras me rodeo la muñeca izquierda (siempre la izquierda) con los dedos índice y pulgar de la derecha, y pienso en una tarde en el monte, con mi padre, mis hermanos, mi perro; en la luz, en la felicidad. Me la grabé en la memoria con una acupuntora: funciona como salida de emergencia, si alguien te ataca, vuelves a tu paz.

Y a mí me sirve porque, ya entonces, a los veinte, reconocía con rapidez lo que odio en los demás (ese parloteo incesante de Lucho, esa mediocridad tontorrona…) y también lo que menos me gusta de mí y más daño me hace (¡mi impaciencia!). Esa tarde de infancia me detiene a las puertas de la histeria.

Así que abrazada a mi muñeca conseguí que mi hostilidad callada se le apareciera a Lucho como atención y entrega, y que acabara su discurso sonriendo satisfecho.

«Venga, guapa, que te enseño tu sitio». Y con un pellizco en la mejilla, Lucho dio por terminado su primer ataque y me llevó a una mesa vacía, entre la fotocopiadora y la fuente de agua.

—Te sientas aquí y ya te irán diciendo lo que quieren. —Y con un movimiento algo afectado abarcó vaga y regiamente el resto de la sala: una docena de personas encorvadas sobre sus ordenadores.

Ése era mi sitio, el sitio de la becaria. Ése era Lucho, mi primer jefe periodista («quiero ser periodista, quiero ser periodista, quiero ser periodista…», otro mantra que me había llevado a ese lugar privilegiado y que iba a tener que recordar). Ése era mi curro: sentarme, estar, esperar.

Esperar poco, porque Lucas se dio prisa.