«El día que murió mi padre, follé por primera vez».

Es una frase efectista, sí, y poco coherente después de decir que no quería hablar de mi padre ni ser etiquetada como huérfana. Pero supongo que tengo derecho a ser coherente con mi incoherencia.

Tenía catorce años y un novio, Javier (nada de Xavi, ni de Xabier, éste era de Ávila y no tenía idioma propio), que era diez años mayor que yo, muy protector, muy predecible, muy guapo (y con una Vespa roja que era el mejor atributo de un hombre casi sin atributos).

El muy pesado no quería metérmela. Valía todo, menos la penetración.

—¿Por qué?

—Porque no quiero hacerte daño, Mica —decía él, muy paternalista—. No quiero aprovecharme de ti, que eres una canija.

Una canija que quería alcanzar a sus hermanos. Mayores, desfogados, desvirgados, desvirgantes. Jon y Pablo brillaban en mi universo y yo los seguía, torpe, a trompicones, absolutamente deslumbrada.

Hasta que la muerte de mi padre nos igualó a todos. Y ya no era sólo eso, no, era que aquel día yo no lo estaba viviendo.

Y quería vivirlo; necesitaba sentir. Dolor, placer, algo. Algo extremo, a ser posible. Y entre un cuchillo y el sexo, parecía mejor lo segundo, aprovechando por primera vez, inconsciente y al mismo tiempo muy segura de mi oportunidad, el que a una huérfana no se le niega nada.

—Javi…

Javi no lo entendió, claro, pero lo hizo.

Y no dolió, ni ésa ni las siguientes veces.

Durante los doce meses posteriores tuve mucho sexo; con hombres, con chavales y con niños. Muy distintos: guapos y feos, con y sin moto, mayores y de mi edad, conocidos y extraños…

Daba igual.

Quería sentir y no sentía nada.

Follaba como loca y follaba como una loca.

Medio ida, sin decir ni una palabra.

A los tíos no les gustaba que no hablara, que no hablara nada; supongo que les parecía una ansiosa y una pirada, y no solían buscarme para repetir. No me hacía falta. Yo follaba y luego fumaba con mis hermanos, y cantaba, y escuchaba música, y leía, y, sobre todo, me escondía de mi madre.

Si no veía su dolor, no veía el mío.

—Eso es una reacción típica. Eros y Tánatos —me dijo una vez el psicoanalista, muy ufano y muy listo.

—Pues vale —le contesté como siempre.

Mi «vale» es herencia de mi padre. Él lo decía ante las obviedades, un «vale» irónico y pacífico; yo lo digo todo el rato y lo debería decir más y mejor.