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Me tocaba a mí preparar el desayuno y decidí, democráticamente, que los grasientos buñuelos que compraba Kate acompañasen a mi infame tortilla de queso y cebolla, estilo Monterrey.

Pensé ir haciendo jogging hasta la pequeña y carísima panadería de Nags Head. El jogging suele ayudarme a organizar mis ideas.

Fui a lo largo de un sinuoso sendero cubierto de alta hierba, que enlazaba con la adoquinada carretera que cruzaba los marjales y llegaba casi hasta el centro urbano. Era un precioso día de finales del verano.

Iba tan relajado que me sorprendió.

Un hombre rubio, con anorak azul y manchados pantalones caqui, estaba tendido en la hierba, junto al sendero. Daba la impresión de que lo hubiesen desnucado. No llevaba muerto mucho tiempo. Su cuerpo estaba aún caliente cuando comprobé su pulso.

Era un agente del FBI, un profesional nada fácil de abatir. Lo habían enviado a Nags Head para protegernos a Kate y a mí; para ayudar a atrapar a Casanova, si se presentaba. Fue idea de Kyle Craig. Pero Kate y yo estuvimos de acuerdo.

Juré por lo bajo al ver al compañero muerto. Desenfundé la pistola y rehíce el camino corriendo hasta la casa. Kate estaba en grave peligro, y yo también.

Traté de adivinar el siguiente movimiento de Casanova. ¿Cómo conseguía burlar, una y otra vez, toda vigilancia? ¿Quién era? ¿Con quién tenía que vérmelas?

No esperaba encontrarme con otro cuerpo y casi tropecé con él. Estaba oculto entre la hierba. También aquel agente llevaba un anorak azul. Estaba boca arriba. No había muestras de forcejeo, pero estaba muerto. Sus ojos marrones, sin vida, ya no podían ver las gaviotas que sobrevolaban bajo el sol. Otro agente del FBI eliminado.

Sentí pánico.

Al llegar a la casa todo estaba en silencio. Pero tuve el convencimiento de que Casanova ya debía de estar allí. Había venido a matarnos. A vengarse.

Entré pistola en mano por la puerta de tela metálica del porche delantero. No había nadie en el salón ni se oía más ruido que la vibración del viejo frigorífico de la cocina, que zumbaba como un enjambre de abejas.

—¡Kate! —grité a pleno pulmón—. ¡Está aquí! ¡Kate! ¡Kate! ¡Está aquí! ¡Casanova está aquí!

Corrí escaleras arriba y me asomé a nuestro dormitorio.

Kate no estaba allí.

Seguí pasillo adelante y, de pronto, se abrió la puerta de un armario. Una mano asomó y me agarró del brazo.

Me di la vuelta.

Era Kate. Su mirada me asustó. Sin embargo, ella no parecía asustada. Se llevó el índice a los labios.

—Tschistt —musitó—. Estoy bien, Alex.

—Yo también.

Fuimos hacia la cocina, donde estaba el teléfono. Tenía que llamar a la policía de Cape Hatteras inmediatamente. Y ellos, a su vez, llamarían a Kyle y al FBI.

El pasillo estaba oscuro y no vi el destello metálico hasta que fue demasiado tarde. Sentí un intenso dolor en el pecho al clavárseme el dardo. Me había disparado con una pistola paralizante. Sentí una corriente eléctrica por todo mi cuerpo y noté el olor a chamuscado de mi propia carne.

No sé cómo lo hice, pero me abalancé sobre él. Ése es el problema de las pistolas paralizantes, aunque sean de ochenta mil voltios. No siempre logran paralizar a un hombre fornido.

Pero no me quedaban suficientes fuerzas. No bastaban para enfrentarme a Casanova. El ágil y fuerte asesino se me anticipó y me golpeó en el cuello. Repitió el golpe y me hizo doblar la rodilla.

En aquella ocasión no llevaba máscara.

Alcé la vista hacia él. Llevaba barba, como Harrison Ford al principio de El fugitivo, y el pelo alisado hacia atrás, más largo que de costumbre, y algo enmarañado.

Sin máscara. Quería que viese quién era. ¿Acaso había acabado con su juego?

Era Casanova.

No me equivoqué tanto con Davey Sikes. Estaba seguro de que tenía que ser alguien vinculado a la policía de Durham. Tenía el presentimiento de que habría de tener alguna relación con el asesinato de los jóvenes Roe y Tom, ya que había borrado todas las pistas y tenía coartadas que hacían imposible que él fuese el asesino.

Lo había planeado a la perfección. Era un genio… Ésa era la razón de que siguiese impune durante tanto tiempo.

Miré con fijeza el impasible rostro del detective Nick Ruskin.

Ruskin era Casanova. Ruskin era la Bestia, ¡Ruskin! ¡Ruskin! ¡Ruskin!

—Puedo hacer lo que se me antoje. No lo olvide, Cross —me dijo Ruskin.

Lo había hecho todo con suma perfección. Su tapadera era perfecta. La estrella local. El héroe local. El único que estaba libre de cualquier sospecha.

Ruskin se acercó a Kate mientras yo seguía semiparalizado por su dardo.

—Te echaba de menos, Katie. ¿Me has echado de menos tú?

Ruskin se echó a reír. Tenía mirada de loco. Había terminado por pasarse de la raya. ¿La razón era porque su «gemelo» había muerto? ¿Qué se proponía hacer ahora?

—Contesta. ¿Me has echado de menos? —repitió encañonándola.

En lugar de contestar, Kate se abalanzó sobre él. Era lo que deseaba hacer desde hacía mucho tiempo. Su primera acometida no pudo ser más eficaz: le lanzó una patada al hombro que le hizo soltar el arma.

«¡Golpéalo de nuevo y huye!», quise gritarle a Kate.

Pero no podía hablar. Me resultaba imposible articular las palabras. A duras penas conseguí incorporarme apoyándome en el codo izquierdo. Casanova era un hombre alto y fornido, pero Kate veía redoblada su fuerza por su furia.

«Si viene, me enfrentaré a él», me había dicho en una ocasión.

Kate era una luchadora nata, mejor de lo que yo suponía.

No vi el siguiente golpe porque me lo tapó el propio cuerpo de Ruskin. Lo que sí vi fue la cabeza de Nick Ruskin vencerse bruscamente hacia un lado y que se le doblaban las piernas.

Kate parecía haberlo cazado con un golpe decisivo. De nuevo, volvió a golpearlo en el lado izquierdo de la cara. De buena gana le habría gritado para darle ánimos.

Ruskin no se dio por vencido y la embistió. Ella lo esquivó y volvió a golpearlo. Al fin, Ruskin estaba perdido, a merced de Kate. Se desplomó y ya no volvería a levantarse. Kate había vencido.

Sin embargo, de pronto, se me encogió el corazón: Ruskin alargó la mano para desenfundar la pistola que llevaba en el tobillo. No estaba dispuesto a dejarse vencer por una mujer, ni por nadie.

La pistola apareció en su mano como por arte de magia. Era una Smith & Wesson semiautomática.

Ruskin cambiaba las reglas del juego.

—¡No! —le gritó Kate.

—¡Canalla! —mascullé inaudiblemente.

Yo también cambiaba las reglas.

Casanova se dio la vuelta y me apuntó. Yo empuñaba la Glock con ambas manos y, aunque me temblaban, le vacié casi todo el cargador.

Clávale una estaca en el corazón.

Pues bien, eso fue lo que hice.

Casanova trastabilló hacia atrás y cayó de espaldas contra la pared. Las piernas no le respondían. Comprendió que todo había terminado. Que era… mortal

Su mirada se hizo vidriosa por momentos. Tenía los ojos desorbitados. Un estertóreo temblor anunció el final. Casanova cayó al fin desplomado en el suelo de la casa de la playa.

Logré levantarme trabajosamente. Estaba bañado en sudor, un sudor frío. Kate se me acercó y nos fundimos en un abrazo que pareció eternizarse. Habíamos vencido. Habíamos derrotado a Casanova.

—Nó sabes cuánto lo odiaba —me susurró Kate.

En cuanto nos rehicimos, llamé a la policía de Cape Hatteras. Luego al FBI y a mi casa, para hablar con mis hijos y con Nana.

Al fin se había terminado.