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Tictac. De nuevo a la caza. Tictac.

Seguía obsesionado con Kate McTiernan, pero no sólo con ella. Las cosas se le habían complicado.

Ella y Alex Cross habían conspirado para destrozar su sin igual creación, su precioso y privado arte, su modo de vida. Casi todo lo que amaba había desaparecido. Había llegado el momento de volver. El momento de demostrarles, de una vez por todas, su verdadero rostro.

Casanova era consciente de que añoraba a su «mejor amigo» más que a nada. Aquélla era una prueba de que estaba cuerdo. Podía amar. Tenía sentimientos. Había visto con asombro cómo Alex Cross abatía a Will Rudolph en una calle de Chapel Hill (a Rudolph… que valía por diez Alex Cross). Pero el caso es que Rudolph estaba muerto.

Will había sido un extraño genio. Era Jekyll y Hyde. Pero sólo Casanova estaba en condiciones de valorar sus dos personalidades. Recordaba los años pasados juntos y no podía olvidarlos. Ambos habían comprendido el indefinible placer que producía lo prohibido. Y cuanto más prohibido, más placentero. Aquél era el principio que los impulsaba al secuestro de bellas jóvenes inaccesibles, y a la larga serie de asesinatos. El inenarrable e incomparable placer de infringir los sagrados tabúes de la sociedad, de vivir complejas fantasías. Un placer incomparable.

También lo eran el acecho, la caza: elegir, apoderarse y poseer hermosas jóvenes.

Pero Rudolph ya no existía. Casanova comprendía que estaba solo, y que la soledad lo aterraba. Se sentía como si lo hubiesen partido por la mitad. Tenía que recobrar el dominio de sí mismo. Y eso era lo que trataba de hacer ahora.

Sin embargo, no debía subestimar a Alex Cross. Porque Cross estuvo a punto de atraparlo. Se preguntaba si el propio Cross era consciente de hasta qué punto estuvo cerca. Alex Cross estaba obsesionado. Y no cejaría mientras viviese…

Cross le había tendido una trampa en Nags Head, ¿verdad? Por supuesto. Suponía que iría a por él y a por Kate McTiernan. De modo que, ¿por qué no aceptar el reto?

Había casi luna llena la noche que llegó a Nags Head. Casanova vio a dos hombres en las altas dunas cubiertas de hierba. Eran agentes del FBI asignados para velar discretamente por Cross y la doctora McTiernan.

Hizo señales con su linterna para que ambos lo viesen venir. Ciertamente, él tenía acceso a cualquier parte. Ahí radicaba su secreto.

Cuando estuvo lo bastante cerca para que pudiesen oírlo, Casanova se dirigió a los agentes.

—¡Eh, que soy yo! —exclamó enfocándose el rostro con la linterna para que le viesen bien la cara.

Tictac.