Respiré con indescriptible alivio al verlo aparecer. Casanova salía de casa.
Observé detenidamente su rostro, su lenguaje corporal. Se le veía muy seguro de sí mismo.
El detective Davey Sikes subió a su coche poco después de las once de la cuarta noche. Era un hombre fuerte y atlético. Llevaba tejanos, un anorak oscuro y zapatos de lona. Su coche era un Toyota Cressida que tendría unos doce años. Aquel vehículo debía de ser el que utilizaba para sus cacerías.
«Crímenes perfectos». Estaba claro que Davey Sikes se sabía prácticamente impune. Era uno de los detectives asignados al caso (desde hacía doce años, en realidad).
Sikes era consciente de que, en cuanto pasasen a hacerse cargo del caso, los federales investigarían a todos los miembros de la policía local. Pero tenía preparada su perfecta coartada. Incluso alteró la fecha de uno de los secuestros para «probar» que estaba fuera de la ciudad cuando se cometió.
Me preguntaba si Sikes se atrevería a secuestrar a otra mujer ahora. ¿Habría ya acechado a alguna? ¿Cómo se sentía? ¿Qué pensaba en aquellos momentos, mientras salía con su Toyota de aquella zona residencial de Durham? ¿Echaba de menos a Rudolph? ¿Continuaría con el juego o lo dejaría? ¿Podría detenerse?
Ardía en deseos de atraparlo. Desde el principio, Sampson me advirtió de que corría el riesgo de hacer de aquel caso algo personal; de convertirlo en una venganza. Y estaba en lo cierto.
Trataba de imaginar qué pensaba Casanova. Sospechaba que ya debía de haber elegido a su víctima, aunque aún no se hubiese atrevido a secuestrarla. ¿Sería otra estudiante bonita e inteligente? Quizá ahora cambiase de tipo de mujer. Aunque lo dudaba.
Lo seguí por las oscuras y desiertas calles del suroeste de Durham. Me latía el corazón con tal fuerza que me dolía el pecho. Iría con los faros apagados mientras Davey Sikes siguiese por calles secundarias. A lo mejor, después de mi extenuante espera, no iba más que a comprar cigarrillos y cerveza.
Creía saber qué ocurrió en 1981, con lo que, probablemente, habría resuelto también el caso del asesino de Roe y Tom, que tanto afectó al mundo universitario de Durham y de Chapel Hill. Will Rudolph había planeado y ejecutado los violentos asesinatos sexuales cuando era estudiante. Se había «enamorado» de Roe Tierney, pero ella prefería a las estrellas del rugby. Al detective Davey Sikes le correspondió interrogar a Rudolph durante la consiguiente investigación. Y por algún extraño mecanismo mental, empezó a compartir su propia y sórdida tendencia con el brillante estudiante de medicina. Se habían conocido. Ambos necesitaban desesperadamente compartir su secreta necesidad con alguien. Y de pronto se unieron en una espantosa simbiosis.
Ahora, yo había matado a su otra mitad, a su único amigo. ¿Querría Davey Sikes vengar su muerte matándome a mí? ¿Sabría que iba tras él? ¿Qué pensaba en aquellos momentos?
No me bastaba con detenerlo. Necesitaba descubrir cómo pensaba.
Casanova enlazó con la interestatal 40 en dirección a Gardner y McCullers. Como el tráfico era bastante denso, pude seguirlo con relativa seguridad, mezclado en un grupo de cuatro o cinco vehículos. De momento, todo iba bien. Detective contra detective.
Dejó la interestatal por la salida 35, la de McCullers, sin rebasar en ningún momento los 50 km/h. Eran más de las once y media.
Iba a cargármelo aquella misma noche, costase lo que costase. Pese a mi profesión, no había matado nunca a nadie. Pero esta vez era algo personal.