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Nunca digas nunca jamás. Éste es uno de los pocos lemas a los que me atengo como policía.

Estaba empapado de sudor frío. Tenía taquicardia y arritmia. Pero al fin había dado con la solución. Necesitaba creerlo así para no desfallecer.

Aguardaba en la oscuridad, agobiado por el asfixiante calor, frente a una casa de madera del barrio de Edgemont, en Durham. Era un barrio muy característico de la clase acomodada sureña. Espléndidas mansiones, coches americanos y japoneses casi a partes iguales, cuidadísimos céspedes y olor a comida casera. Era donde Casanova eligió vivir hacía siete años.

Yo había estado en la redacción del Herald Sun desde media tarde hasta primera hora de la noche. Había releído todo lo que se publicó acerca de los asesinatos de Roe Tierney y Tom Hutchinson. Un nombre mencionado en el Herald Sun me ayudó a encajar las piezas del rompecabezas o, por lo menos, a confirmar mis sospechas.

Centenares de horas e investigaciones, exhaustivas lecturas de los informes de la policía de Durham para, en definitiva, caer en la cuenta de todo en una sola línea de un suelto de prensa.

El nombre aparecía en las páginas centrales del periódico de Durham.

Me quedé mirando largo rato el familiar nombre en la página del periódico. Pensé en el detalle que me llamó la atención durante el tiroteo en Chapel Hill. Pensé en la insólita «perfección» de aquellos crímenes. Todo encajaba. Bola de match. Un solo punto y… se acabó.

Casanova había cometido sólo un mínimo error, pero en mis propias narices. Ver su nombre en el periódico confirmó mi sospecha. Vinculaba materialmente a Will Rudolph con Casanova. También explicaba cómo se conocieron.

Casanova estaba cuerdo y era muy responsable de sus actos. Lo había planeado todo a sangre fría. Eso era lo más espantoso de la larga serie de crímenes. Sabía lo que hacía. Era un canalla que decidió secuestrar, violar y asesinar una y otra vez. Estaba obsesionado con jóvenes perfectas, en amarlas, como él decía.

Mientras aguardaba en el coche frente a su casa, escenifiqué mentalmente una entrevista con Casanova. Veía su rostro con la misma nitidez que los números de los instrumentos del salpicadero.

¿No siente usted nada en absoluto?

Oh, por supuesto que sí. Me siento exultante. Me siento desbordante de júbilo cada vez que poseo a una nueva mujer. Experimento varios niveles de excitación: impaciencia, lujuria animal. Me invade una inenarrable sensación de libertad, una sensación que muy pocas personas pueden llegar a sentir jamás.

¿No le remuerde la conciencia?

Imaginaba su burlona sonrisa. La había visto muchas veces. Sabía quién era. Nada me detendría.

¿Es que jamás ha tenido cariño de nadie ni ha querido a nadie, ni siquiera de niño?

Intentaban quererme. Pero nunca fui realmente niño. No recuerdo haber pensado ni actuado nunca como un niño.

Aunque yo fuese el ángel justiciero, tenía que pensar como aquellos dos desalmados. Y odiaba esa responsabilidad por temor a convertirme yo también en un monstruo. Sin embargo, tenía que afrontarla.

Monté guardia frente a la mansión de Casanova en Durham durante cuatro noches consecutivas.

No tenía compañero. Ningún apoyo. No importaba. Podía ser tan paciente como él.

Ahora era yo quien había salido de caza, quien acechaba la presa.