Mi labor estaba lejos de terminar. Dos días después, iba con paso cansino por el hollado sendero del bosque que comunicaba la N-22 con la casa subterránea.
Los inspectores de la policía local junto a los que pasaba estaban serios y cabizbajos. Habían visto el espectral mundo construido por Rudolph y Casanova.
La mayoría me conocían. Algunos me saludaron y yo correspondí al saludo. En cierto modo, aquello significaba que habían acabado por «aceptarme» en Carolina del Norte. Veinte años atrás habría sido impensable, por más excepcionales que fuesen las circunstancias.
El sur ya no me parecía un mundo tan hostil. Incluso empezaba a gustarme.
Una nueva hipótesis acerca de Casanova me rondaba por la cabeza. Tenía que ver con algo en lo que reparé durante el tiroteo en el bosque y en Chapel Hill.
Nunca lo descubrirá.
Recordé las palabras de Rudolph al agonizar. Nunca digas nunca jamás, Will, le repliqué mirando mentalmente al infierno.
La tarde era caliginosa y el bochorno abrumaba. Casi dos centenares de personas habían acudido a la casa de los horrores (agentes de policía de Durham y de Chapel Hill y soldados de Fort Bragg). Kyle Craig acababa de salir del inframundo que Rudolph y Casanova crearon para su harén.
—Merece la pena ser policía para vivir momentos así —me dijo Kyle Craig, que me parecía de peor humor cada vez que lo veía.
Me preocupaba. Kyle era un individualista. Un laboradicto. Un «trepa» (en las fotografías del anuario de la Universidad Duke que había visto de él ya daba esa imagen).
—Siento que esta gente haya tenido que venir aquí para esto —le comenté a Kyle recorriendo con la mirada el lugar de los crímenes—. No lo olvidarán mientras vivan.
—¿Y qué me dice de usted, Alex? —me preguntó Kyle mirándome con fijeza, como si estuviese preocupado por mí.
—Bah… Tengo tantas pesadillas que no importa una más —le confesé sonriente—. Les pediré a mis hijos que duerman conmigo durante una temporada. Dormiré como un tronco si sé que están a mi lado.
—Es usted un tipo curioso, Alex. Por un lado es muy abierto y por otro… muy reservado.
—Sí. Cada día soy más curioso —dije—. Por donde menos se piensa aparece uno de esos monstruos —añadí, tratando de sintonizar más con él, pero sin conseguirlo, porque también Kyle era un hombre muy reservado.
—Cierto. Sin embargo, usted necesita un descanso. Aunque nos multiplicásemos no daríamos abasto. Tenemos ahora mismo un asesino que anda suelto por Chicago. Otro en Lincoln y Concord, en Massachusetts. Un canalla de Austin, en Texas, ha secuestrado a varios niños. Y hay sendos asesinos en serie en Orlando y Minneapolis.
—Pero el trabajo aquí aún no ha terminado —le recordé.
—¿De veras? —exclamó en tono irónico—. ¿Qué nos queda por hacer, Alex? ¿Excavar?
Observábamos la terrorífica escena que se desarrollaba junto a la casa subterránea. Casi un centenar de hombres excavaban en el prado contiguo al lado oeste de la casa «fantasma». Un trabajo de pico y pala. Buscaban cadáveres. Víctimas asesinadas.
Desde 1981, decenas de jóvenes bonitas e inteligentes de todo el sur habían sido secuestradas y asesinadas por aquellos dos carniceros. Durante trece años habían impuesto allí el imperio del terror.
Primero, me enamoro de una mujer. Luego, la tomo.
Eso fue lo que escribió Will Rudolph en los fragmentos del «diario» que enviaba a Los Angeles Times.
Me preguntaba si se trataba de su «enamoramiento» o del de su gemelo; si Casanova lo echaría mucho de menos; si estaría apenado. ¿Cómo pensaba sobrellevar su pérdida? ¿Tendría ya un plan?
Tenía entendido que Casanova conoció a Rudolph en 1981. Habían compartido su secreto: les gustaba secuestrar, violar y torturar a las mujeres. Surgió la idea de formar un harén, de coleccionar mujeres extraordinarias. Hasta que se conocieron no habían tenido a nadie con quien compartir su secreto.
Trataba de imaginar cómo me sentiría si, con poco más de veinte años, no tuviese a nadie en quien confiar, y de pronto trabase una íntima amistad.
Sintonizaron. Se entregaron a sus perversos juegos. Formaron su harén.
Mi teoría del síndrome G era acertada. Disfrutaban secuestrando y teniendo cautivas a mujeres hermosas. Pero, además, rivalizaban entre sí. Hasta tal punto que Will Rudolph sintió la necesidad de «establecerse por su cuenta» en California; en Los Ángeles, concretamente. Allí se había convertido en el Caballero. Casanova había seguido en el sur, pero se comunicaban. Se contaban sus aventuras. Lo necesitaban. Contarse sus éxitos respectivos era parte del interés del juego. Rudolph llegó incluso a contárselas a una periodista. Llegó a hacerse famoso, y le gustó.
Casanova era distinto, mucho más individualista. Era el genio. El creativo. Eso suponía yo.
Creía saber quién era. Creía haber visto a Casanova sin su máscara.
Seguí dándole vueltas a la cabeza. Probablemente, Casanova no se había movido de la zona de Durham y Chapel Hill. Había conocido a Rudolph el mismo año que asesinaron a Roe Tierney y a Tom Hutchinson. Y hasta ahora, debía de haberlo planificado todo tan perfectamente que no habían logrado atraparlo. Sin embargo, durante el tiroteo de hacía dos días cometió un error. Un pequeño error. Pero a veces basta un pequeño error para dar al traste con el mejor de los planes.
Pero aunque yo creyese saber quién era Casanova, no podía decírselo a los federales. Oficialmente, yo estaba al margen de la investigación, ¿no?
Kyle Craig y yo seguíamos observando la excavación de la fosa común. Un hombre alto y calvo estaba de pie en la hondonada con tierra hasta las rodillas.
—¡Eh! ¡Soy Bob Shaw! —gritó agitando los brazos.
Había encontrado el cadáver de otra mujer. Varios forenses aguardaban en las ambulancias. Uno de ellos corrió con tan desgarbadas zancadas que, en otras circunstancias, nos hubiese hecho reír.
Las cámaras de la televisión enfocaron a Shaw, un soldado de Fort Bragg. Una atractiva periodista se dejó dar unos toques de maquillaje antes de hablarle a la cámara.
—Acaban de encontrar a la víctima número veintitrés —dijo la periodista con la solemnidad propia del caso—. Hasta ahora todos los cadáveres pertenecen a mujeres muy jóvenes. Los desalmados asesinos…
Me desentendí de la periodista, sobrecogido. Pensé en niños como mis hijos, como Damon y Jannie, viendo aquel espectáculo desde sus hogares. Era el mundo que heredaban.
—Haga el puñetero favor de marcharse a su casa, Alex —me dijo Kyle con el mismo talante que si fuera mi médico—. Se acabó. Ya no lo atrapará. Se lo aseguro.