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Nunca podría olvidar las estremecedoras escenas que presencié aquella noche en el Centro Médico de la Universidad Duke; el júbilo de los familiares más próximos y de los íntimos amigos de las jóvenes liberadas.

En el vestíbulo del hospital y en el parking contiguo a Erwin Road, varios centenares de personas, estudiantes en su mayoría, permanecieron allí hasta bien pasada la medianoche.

Habían hecho ampliaciones de las fotografías de las supervivientes y las habían pegado en improvisadas pancartas. Los miembros del personal facultativo y los estudiantes cantaban espirituales.

Todos parecían querer olvidar, por lo menos aquella noche, que Casanova seguía aún libre. Incluso yo conseguí durante unas horas no pensar en el monstruo que aún andaba suelto.

Tenía motivos para estar esperanzado. Sampson estaba vivo y recuperándose en el hospital. Muchos desconocidos se me acercaban a estrecharme la mano. El padre de una de las supervivientes se echó en mis brazos llorando. Jamás me había sentido tan bien desde que era policía.

Cogí el ascensor hasta la cuarta planta y entré en la habitación de Kate. Seguía igual. Parecía una momia, vendada de pies a cabeza. Su vida no corría peligro, pero no había salido del coma.

Le cogí la mano y le di la noticia.

—Sampson y yo hemos localizado la casa y hemos liberado a las secuestradas —le dije quedamente, pese a saber que no podía oírme—. Ya están a salvo, Kate. Ahora hemos de recuperarte a ti. Esta noche sería una buena noche.

Ansiaba oír de nuevo su voz, pero de sus labios no afloraba el menor sonido.

—Te quiero, Kate —le susurré a modo de despedida.

Sampson estaba ingresado en la quinta planta. Habían tenido que operarlo, pero estaba fuera de peligro y ya despierto.

—¿Qué tal están Kate y las demás? —me preguntó—. Porque yo pienso largarme de aquí de un momento a otro. Estos médicos son unos fieras.

—Kate sigue en coma. Acabo de verla. En cuanto a ti… Puede que te interese saber que no tienes ninguna posibilidad de palmar por el momento.

—Casanova ha escapado, ¿verdad? —dijo en tono crispado.

—Tranquilo. Lo atraparemos —le aseguré—. He de marcharme ya, porque no puedes fatigarte. Volveré en cuanto pueda.

—No te olvides de traerme mis gafas —me pidió al despedirnos—. Aquí hay demasiada luz.

A las nueve y media de aquella noche volví a la habitación de Naomi. Seth Samuel estaba allí. Impresionaba verlos juntos, tan fuertes como tiernos.

—¡Tita! ¡Tita!

Oí una voz familiar por detrás de mí. Me sonó a música. Nana, Cilla, Damon y Jannie entraron a la vez en la habitación. Acababan de llegar en avión desde Washington. Cilla se desmoronó al ver a su hija y rompió a llorar. «Mamá» Nana se tragó las lágrimas al ver a Cilla y Naomi abrazarse.

Mis hijos miraban a su postrada tía un poco asustados y confusos, especialmente Damon. Me acerqué a ellos y los abracé a los dos a la vez.

—¿Cómo están mis chiquitines?

—¿Verdad que has sido tú quien ha encontrado a la tía Chispa? —me susurró Jannie al oído, aferrada a mí con brazos y piernas, más exultante que yo.