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Confié en mi sentido de la orientación y enfilé hacia donde creía que estaba la carretera principal.

Volví a verlos. Me llevaban unos doscientos metros de ventaja. Al momento atisbé un familiar destello grisáceo: una sinuosa franja de carretera. Había por allí unas cuantas casas pintadas de color blanco y viejos postes del tendido telefónico.

Corrían en dirección a un destartalado albergue de carretera. Seguían llevando sus máscaras. Estaba visto que a Casanova le encantaban sus máscaras. Representaban a quien creía ser en realidad: un dios siniestro. Libre para hacer su voluntad. Superior al resto de los humanos.

Un parpadeante luminoso, instalado en el tejado, anunciaba el albergue: Trail Dust. El bar del albergue nunca estaba vacío. Hacia allí se dirigían los monstruos.

Casanova y el Caballero subieron a una camioneta azul de reparto que estaba estacionada frente al Trail Dust. Los parkings de los concurridos albergues de carretera eran un buen sitio para aparcar un vehículo sin llamar la atención. Yo lo sabía por mi experiencia de detective.

Crucé corriendo la carretera en dirección al albergue.

Un hombre de larga y enmarañada melena pelirroja subía en aquellos momentos a un Plymouth Duster. Llevaba una arrugada camisa marrón y un paquete de cervezas bajo el brazo.

—Policía —le dije mostrándole mi placa a un palmo de su barbado mentón—. Necesito su coche —añadí esgrimiendo la pistola, dispuesto a utilizarla si era necesario.

De cualquier manera, iba a tomar su vehículo prestado.

—Por Dios, hombre, ¡que es el coche de mi novia! —balbució dándome las llaves sin quitarle ojo a mi pistola.

Señalé hacia el lugar del que procedía.

—Llame inmediatamente a la policía. Las mujeres desaparecidas están a menos de dos kilómetros de aquí, en esa dirección. ¡Dígales que encontrarán a un agente herido! Es el escondrijo de Casanova.

Subí sin más al Duster y salí del parking casi a 70 km/h. A través del retrovisor vi que el pobre hombre a quien acababa de hurtar el vehículo me seguía con la mirada.

En otras circunstancias, habría llamado a Kyle Craig para que enviase ayuda, pero ahora no podía perder un instante, porque si no se esfumaría el rastro de los asesinos.

La camioneta azul iba en dirección a Chapel Hill… donde Casanova intentó matar a Kate, donde la secuestró. ¿Sería aquélla su «base»? ¿Era alguien de la universidad? ¿Un médico? ¿Alguien de quien nada sabíamos?

Al cruzar el límite del municipio me acerqué a la camioneta hasta situarme a menos de veinte metros. No había manera de saber si ellos sabían que los seguía. Era una hora punta en Chapel Hill. Encontramos mucho tráfico en Franklin Street al adentrarnos hacia el paseo del campus, flanqueado por sendas hileras de árboles.

Más adelante se veía la entrada del vetusto cine en el que Wick Sachs y una mujer llamada Suzanne Wellsley fueron a ver una película italiana. Casanova y Rudolph le habían tendido una trampa a Wick Sachs para incriminarlo. Sachs podía aparecer como el perfecto sospechoso. El sátiro local ¿Cómo era posible que Casanova conociese tan bien a Sachs?

Estaba a punto de detenerlos. Lo presentía. Tenía que pensar así. En el cruce Franklin-Columbia se encontraron con el semáforo en rojo. Estudiantes con camisetas Champion, Nike y Bass Ale cruzaban despreocupadamente por el paso de peatones. Desde uno de los coches parados llegaban las notas de I know I Got Skillz de Shaquille O'Neal.

Aguardé dos o tres segundos antes de decidir jugarme el todo por el todo.