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Rehíce el camino por el que llegamos. Conducía a la carretera, y probablemente era el que habrían seguido Casanova y Rudolph.

Me puse hecho un demonio por haber tenido que dejar a Sampson, a Naomi y a las demás allí abajo, pero no había tenido más remedio.

Enfundé la pistola y empecé a correr todo lo que mis piernas me permitían. Vi un rastro de sangre que se perdía en un matorral. Uno de ellos sangraba profusamente. Confié en que muriese pronto.

La yedra y las zarzas me arañaban los brazos y las piernas, y las ramas me daban en la cara. Sin embargo, apenas lo notaba.

Corrí a lo largo de casi dos kilómetros. Sudaba a mares y me dolía el pecho. Me pesaban las piernas. Tenía la sensación de estar cada vez más lejos de ellos. A no ser que fuesen detrás. Podían haberme acechado y haberme seguido. Dos contra uno. Un mal asunto.

Busqué con la mirada rastros de sangre o flecos de ropa desgarradas, alguna señal de que hubiesen pasado por allí. Me ardían los pulmones.

Viejas imágenes cruzaron por mi mente: me vi corriendo por una calle de Washington, con Marcus Daniels en brazos. Veía la cara de aquel niño.

Estaba aturdido. Volví a oír el grito de Sampson en la casa subterránea, a ver el rostro de Naomi.

Uno de los dos hombres a quienes perseguía iba herido en el hombro. ¿Era Casanova? ¿O era el Caballero? En realidad, daba igual. Quería liquidarlos a los dos.

De pronto, el herido dejó escapar un grito espeluznante. Recordé que era un loco furioso, absolutamente impredecible. El grito se oyó entre los abetos como el aullido de un animal salvaje. Luego se oyó gritar al otro hombre.

Gemelos salvajes. No podían sobrevivir el uno sin el otro.

El súbito ruido de disparos me pilló desprevenido. Una bala rebotó en la corteza de un pino y pasó a escasos centímetros de mi cabeza.

Eso quería decir que uno de los monstruos había vuelto sobre sus pasos con inusitada rapidez y me había disparado.

Me parapeté detrás del árbol que había recibido el disparo en mi lugar. Miré a través de las frondosas ramas. No veía a ninguno de los dos. Seguí agazapado, tratando de recobrar el resuello. ¿Quién me había disparado? ¿Cuál de los dos iba herido?

Había llegado a lo alto de una empinada cuesta que terminaba al borde de un angosto barranco. ¿Habían saltado al otro lado? ¿Me aguardarían allí? Me separé lentamente del árbol y miré en derredor.

No oí nada, ni gritos ni disparos. No parecía haber nadie cerca. ¿A qué demonios jugaban?

Pero yo acababa de aprender otra cosa acerca de ellos.

Tenía otra clave. Acababa de ver algo importante hacía un momento.

Corrí hacia lo alto de la cuesta. ¡Nada! Sentí un profundo desaliento. ¿Se habrían escapado, después de tanto esfuerzo por localizarlos?

Seguí corriendo. No podía permitir que se esfumasen. No podía dejar que aquellos monstruos siguiesen en libertad.