Encendí una de las luces del techo de la habitación número 1 y vi a una de las secuestradas: Maria Jane Capaldi, que estaba acurrucada contra la pared del fondo como una niña asustada.
La conocía. La semana anterior había hablado con sus padres, que me mostraron varias fotografías.
—Por favor, no me haga daño. Ya no lo puedo soportar más —imploró Maria con voz balbuciente.
Se abrazaba con fuerza y se mecía lentamente. Llevaba unos desgarrados panties y una arrugada camiseta de Nirvana. Tenía sólo 19 años y era estudiante de Bellas Artes en Raleigh.
—Soy policía —le susurré en tono tranquilizador—. Ya nadie va a hacerte daño. No les dejaremos.
Maria Jane gimió. Rompió a llorar, visiblemente necesitada de aquel desahogo. Le temblaba todo el cuerpo.
—Ya nadie va a hacerte daño —le repetí—. He de encontrar a las demás. Pero volveré. Te lo prometo. Te dejo la puerta abierta. Puedes salir. Ya estás libre y a salvo.
Tenía que ayudar a las demás. Su harén de excepcionales mujeres estaba allí, y Naomi era una de ellas. Entré en la habitación contigua, todavía sin aliento. Estaba exultante, asustado y entristecido al mismo tiempo.
La joven alta y rubia que ocupaba aquella habitación dijo llamarse Melissa Stanfield. Recordé su nombre. Era una estudiante de enfermería. Me habría gustado hacerle muchas preguntas, pero sólo tenía tiempo para hacerle una.
Le toqué con suavidad el hombro. Se estremeció y luego se dejó caer hacia mí.
—¿Sabes dónde está Naomi? —le pregunté.
—No estoy segura —contestó Melissa—. No conozco este laberinto —añadió meneando la cabeza.
Tuve la impresión de que ni siquiera sabía de quién le hablaba.
—Ya estás a salvo —la tranquilicé—. Ya se acabó la pesadilla, Melissa. Voy a decírselo a las demás.
Al salir al pasillo vi que Sampson descorría el cerrojo de una de las habitaciones.
—Soy policía. No tema nada —dijo en su tono más amable.
Las jóvenes que había liberado iban de un lado para otro en el pasillo, aturdidas y confusas. Se abrazaban llorosas, pero visiblemente aliviadas. Al fin se sentían libres.
Fui hasta el fondo de aquel pasillo, que comunicaba con otro en el que se veían más puertas con cerrojo. Abrí la primera puerta de la derecha y allí estaba ella. Allí estaba Naomi. Jamás me he alegrado tanto de ver a alguien. Se me saltaron las lágrimas y me quedé sin habla. Tuve la sensación de que jamás podría olvidar nada de lo que entonces dijésemos, ningún matiz.
—Sé que has venido por mí, Alex —dijo Naomi, que corrió a echarse en mis brazos.
—Oh, cariño, Naomi —le susurré tan aliviado como si me hubiesen quitado un enorme peso de encima—. Esto compensa de todo, o de casi todo.
Cogí su preciosa cara entre mis manos y la miré.
—¡He encontrado a Naomi! —le grité a Sampson—. ¡La hemos encontrado, John! ¡Estamos aquí!
Chispa y yo seguíamos abrazados, igual que cuando era pequeña. Aunque más de una vez me hubiese arrepentido de ser policía, en aquel momento me pareció que merecía la pena. Comprendí que, en el fondo, no tenía muchas esperanzas de encontrarla con vida. Pero no podía rendirme.
—Estaba segura de que vendrías; de que aparecerías exactamente así. Soñaba con ello. Esa esperanza me ha mantenido con vida. Rezaba todos los días para que vinieras y… aquí estás —me confesó Naomi con la más radiante sonrisa que le había visto nunca—. Te quiero.
—Yo también te quiero, Naomi. Te he echado mucho de menos. Todos te hemos echado de menos.
Volví en seguida a centrarme en los dos monstruos y en lo que debían de pensar en aquellos momentos. Algo tramarían. Como los tristemente célebres Leopold y Loeb, aquellos adolescentes asesinos obsesionados con cometer crímenes perfectos.
—¿De verdad estás bien? —le pregunté a Naomi sonriente.
—Ve a liberar a las demás, Alex —se limitó a decir—. Ve, por favor. Sácalas de las celdas.
Justo en aquel momento se oyó un grito de dolor. Salí corriendo de la habitación de Naomi y vi algo que me heló la sangre.