—Este lugar me pone de los nervios —dijo Sampson—. ¿Plantación de tabaco? Mal lo iba a tener un fumador.
Lo que fuera la plantación de la familia Snyder era ahora un lugar espectral. Apenas quedaba rastro de que hubiese vivido nadie allí. Y sin embargo notaba una extraña sensación, como si el espíritu de los esclavos siguiese alentando por allí.
Yedra, sasafrás, madreselvas y arrurruz habían crecido hasta la altura de mi mentón. Robles rojos, robles blancos, sicómoros y aromáticos gomeros se alzaban airosos donde antes se extendía una próspera plantación. Pero la vivienda propiamente dicha había desaparecido.
Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Estaría allí el siniestro encierro? ¿Estábamos cerca de la casa de los horrores que Kate describió?
Habíamos caminado en dirección norte y ahora nos desviamos hacia el este. Según mis cálculos, no estábamos a más de cinco kilómetros de la carretera junto a la que dejamos el coche.
—Las patrullas que buscaron a Casanova no llegaron hasta aquí —dijo Sampson mientras nos abríamos paso entre la maleza—. Estos matorrales son casi infranqueables. No parecen hollados por ninguna parte. No veo senderos.
—El doctor Freed me dijo que probablemente él fue la última persona en venir aquí a inspeccionar las «estaciones» del ferrocarril subterráneo. El bosque era muy espeso y había demasiada maleza para que lo cruzase nadie sin alguna razón muy poderosa.
Sobrecogía caminar por donde tuvieron a los esclavos cautivos durante tantos años. Nadie vino nunca a rescatarlos. A nadie le importaban.
—Creo que lo que hay que buscar es una trampilla —le dije a Sampson mostrándole el mapa—. Según Freed, la bodega debería estar situada a unos quince metros al oeste de estos sicómoros, que me parece que son estos árboles. O sea, que deberíamos estar justo encima de la bodega. Pero ¿dónde demonios está la entrada?
—A lo mejor, donde nadie pisaría por error —aventuró Sampson, que se abría paso por un matorral.
Más allá de la maraña de yedra se veía un claro o prado, que era donde estuvo la plantación propiamente dicha. Y al otro lado del claro, había una densa fronda.
El bochorno nos crispaba. Sampson empezaba a impacientarse y abatió con rabia una madreselva. Pisaba con fuerza tratando de localizar la camuflada trampilla, un rodal que sonase a hueco, una plancha metálica o de madera bajo la alta hierba y los zarzales.
—Originariamente eran unas bodegas muy grandes, con dos plantas. Y Casanova puede haberlas ampliado y habilitado para su cámara de los horrores —dije sin dejar de buscar en derredor.
Imaginé a Naomi encerrada bajo tierra durante tanto tiempo. Me obsesionaba la suerte que hubiese podido correr mi sobrina.
Sampson tenía razón acerca de aquel bosque. Sobrecogía. Tenía la sensación de estar en un lugar maligno, donde nada bueno podía ocurrir.
—Vas a conseguir asustarme. ¿Estás seguro de que el doctor Sachs no es Casanova? —me preguntó Sampson.
—No, no estoy seguro. Pero tampoco sé por qué lo ha detenido la policía de Durham. ¿Cómo han averiguado que había allí ropa interior? ¿Y cómo ha ido a parar la ropa interior a su casa?
—Porque probablemente sea Casanova, amiguito. Querrá tener a mano lencería fina para olerla en las tardes lluviosas. ¿Crees que los federales y la policía darán ahora el caso por cerrado?
—Si durante una temporada no se produce ningún otro secuestro ni asesinato, sí. Y en cuanto den el caso por cerrado, el verdadero Casanova podrá respirar tranquilo.
Sampson tenía la camiseta empapada de sudor. Se estiró como si se desperezara y miró hacia la trenzada yedra.
—Nos hemos alejado demasiado del coche. Tendremos que rehacer el camino a oscuras, con este calor y los mosquitos…
—No vamos a volver aún. Hazme caso.
No quería dar por terminada la exploración. Había tres plantaciones marcadas por Freed en el mapa. Dos de ellas parecían prometedoras, y la otra era demasiado pequeña. No obstante, ésa era la que habría elegido Casanova. Le encantaba pensar en lo impensable.
Pero a mí también. Quería proseguir la exploración, aunque fuese a oscuras, rondasen alimañas o nos acechasen los asesinos.
Recordaba el terrorífico relato de Kate acerca de la casa «fantasma» y de lo que ocurría en su interior. ¿Qué sucedió en realidad con Kate el día de su fuga? Si la casa no estaba en aquel bosque, ¿dónde demonios iba a estar? Tenía que estar bajo tierra. De lo contrario, era absurdo…
Aunque… todo lo que rodeaba aquel caso era absurdo.
Salvo que alguien se hubiese ocupado de eliminar cualquier rastro de la antigua vivienda.
A menos que alguien hubiese utilizado la vieja madera para otros propósitos.
Desenfundé la pistola y seguí buscando en derredor. Sampson me observaba por el rabillo del ojo, sin despegar la boca (cosa rara en él).
Yo necesitaba desahogar mi cólera con lo que fuese. Pero seguía sin encontrar nada, ni siquiera una tabla del suelo de la antigua casa o del establo.
Estaba tan furioso que hice varios disparos al nudoso tronco de un árbol. Los retorcidos nudos se me antojaban facciones humanas; las de un hombre como Casanova. Disparé repetidamente a aquel rostro, sin fallar una sola vez.
—¿Qué? ¿Satisfecho? —dijo Sampson mirándome por encima de la montura de sus gafas—. ¿Ya le has volado la cabeza a Casanova?
—Me he desahogado. Ya estoy más tranquilo —contesté, mostrándole el pulgar y el índice de la mano derecha, separados por cosa de un milímetro, para probarle que no temblaban.
—Bueno, me parece que ya es hora de marcharse de aquí —comentó Sampson, recostado en el tronco de un pequeño árbol que parecía un esqueleto humano.
Y entonces oímos gritos.
Eran voces femeninas, gritos ahogados, que procedían de unos matorrales contiguos a la explanada en la que estuvo la vieja plantación. Procedían del subsuelo.
Se me hizo un nudo en la garganta.
Sampson desenfundó su pistola e hizo dos disparos a modo de señal para las mujeres atrapadas, o para quienquiera que estuviese encerrado allí.
—¡Dios bendito! —musité—. Las hemos encontrado, John. Hemos encontrado la casa de los horrores.