Sampson y yo fuimos con el coche a Brigadoon, en Carolina del Norte. Nos proponíamos recorrer a pie la zona del bosque en la que encontraron a Kate, en el río Wykagil.
Ray Bradbury escribió en una ocasión que «vivir peligrosamente es lanzarse desde un acantilado y fabricarse las alas durante la caída». Pues bien: Sampson y yo estábamos dispuestos a dar ese salto.
Nos adentramos por el bosque. A medida que avanzábamos, las copas de los enormes robles y de los pinos trenzaban una densa malla que no dejaba pasar la luz. La oscuridad sobrecogía. No se movía ni una hoja.
Yo imaginaba, veía a Kate por aquellas mismas frondas hacía sólo unas semanas, luchando por su vida. La veía en su habitación del hospital, intubada, conectada a los aparatos que le permitían seguir viva.
—No me hace ninguna gracia adentrarme tanto en la espesura —confesó Sampson al pasar bajo la carpa entretejida por las ramas.
Sampson llevaba una camiseta de Cypress Hill, gafas de sol y botas.
—Esto me recuerda una vieja película alemana que vi de pequeño: Hansel y Gretel. Un dramón. No me gustó nada cuando era niño —añadió Sampson.
—Tú nunca has sido niño —le recordé—. A los once años ya medías metro ochenta y no te sostenía nadie la mirada.
—Puede. Pero odiaba a los hermanos Grimm. Son el lado oscuro de la mentalidad alemana; creadores de siniestras fantasías que deforman la mente de los niños alemanes.
Sampson me hizo sonreír, como de costumbre, con sus deformadas teorías acerca de nuestro deformado mundo.
—No te asusta recorrer los barrios bajos de Washington de noche, y te atemoriza un plácido paseo por estos bosques. No hay nada que temer por aquí. Pinos, enredaderas y zarzales. Puede que tenga un aspecto algo siniestro, pero es inofensivo.
—Si parece siniestro, es siniestro. Ése es mi lema.
Sampson porfiaba por abrirse paso entre una fronda de madreselvas y de arbustos desmedrados por falta de luz.
Me preguntaba si Casanova podía estar observándonos. Sospechaba que debía de ser un ojeador muy paciente. Tanto él como Will Rudolph eran muy listos, muy organizados y muy prudentes. Llevaban actuando muchos años y no los habían atrapado.
—¿Qué hay de tu historia sobre los esclavos por estos andurriales? —le pregunté a Sampson.
Quería distraerlo para que no pensase en serpientes venenosas ni en alimañas que pudieran saltar de pronto sobre él. Necesitaba que se concentrase en el asesino, o en los asesinos, que acaso vivieran en aquel bosque.
—He echado un vistazo a algunas obras de E. D. Genovese y de Mohamed Auad —me contestó.
No estaba seguro de que lo dijese en serio, aunque Sampson era bastante culto pese a ser un hombre de acción.
—El ferrocarril subterráneo funcionó por toda esta zona —le expliqué—. Los esclavos fugados, familias enteras que trataban de llegar al norte, se ocultaban durante días, e incluso semanas, en casas de fincas de los alrededores. Las llamaban «estaciones». Eso es lo que indica el mapa del doctor Freed. Sobre eso trata su libro.
—No veo por aquí ninguna granja; sólo bosque —se lamentó Sampson apartando ramas con sus fuertes brazos.
—La mayoría de las grandes plantaciones de tabaco estaban al oeste de aquí. Llevan más de sesenta años desiertas. ¿Recuerdas que te dije que una estudiante de la Universidad de Carolina del Norte fue brutalmente violada y asesinada en 1981? Encontraron su cuerpo, en avanzado estado de descomposición, por aquí. Creo que fue Rudolph quien la mató, probablemente en colaboración con Casanova. Se conocieron por entonces. El mapa del doctor Freed indica dónde estaban las «estaciones» del ferrocarril subterráneo, la mayoría de las plantaciones en las que se ocultaban los esclavos huidos. Algunas de estas fincas tenían extensas bodegas, e incluso viviendas subterráneas. Las casas propiamente dichas ya no existen. Los topógrafos que han recorrido la zona en helicóptero no han visto absolutamente nada. La vegetación es tan espesa que impide ver la superficie. Pero las bodegas siguen existiendo.
—Hummmm. ¿Indica esa maravilla de mapa tuyo dónde estaban las antiguas plantaciones de tabaco? —preguntó Sampson.
—Exacto. Llevo encima el mapa, una brújula y mi pistola —contesté dándole una palmadita a la culata de mi Glock.
—Y lo más importante —dijo Sampson—: me tienes a mí.
Seguimos adentrándonos por la húmeda espesura en aquella sofocante tarde. Localizamos cuatro de las antiguas plantaciones de tabaco, donde aterrorizados hombres y mujeres de raza negra, que trataban de llegar al norte en busca de su libertad, eran ocultados en las bodegas.
El mapa del doctor Freed indicaba con precisión dónde estaban dos de las bodegas. Carcomidas tablas y hierros retorcidos y oxidados eran los únicos restos visibles, como si un dios enfurecido hubiese destrozado el mundo de la esclavitud.
Hacia las cuatro, Sampson y yo llegamos a la que en otro tiempo fue el orgullo de una familia de la región: la plantación de Jason Snyder.
—¿Cómo sabes que es aquí? —preguntó Sampson mirando en derredor del desierto claro en el que me había detenido.
—Porque es el lugar que indica el mapa de Louis Freed. Coincide con las coordenadas.
Sin embargo, Sampson tenía razón. No se veía nada. La vivienda de los Snyder había desaparecido por completo. Pero… a eso se refirió Kate: a una casa que había desaparecido.