—Soy el Caballero —anunció Will Rudolph con una teatral reverencia.
Iba vestido con chaqueta oscura, corbata negra y camisa blanca. Se había peinado con coleta y había traído rosas blancas para aquella ocasión tan especial.
—Y a mí ya me conocéis. Estáis muy bonitas —dijo Casanova, cuyo aspecto contrastaba fuertemente con el de su amigo.
Llevaba camperas y tejanos negros ajustados; iba sin camisa y se había puesto una siniestra máscara negra con trazos grises a ambos lados.
Las secuestradas desfilaron hasta el salón y se alinearon frente a una larga mesa.
Les habían informado de que iban a celebrar una fiesta muy especial.
—Ese perro rabioso de Casanova ha sido al fin detenido —les dijo Casanova—. Todos los medios de comunicación han dado la noticia. Ha resultado ser un chiflado profesor universitario. ¿En quién vamos a poder confiar ya con los tiempos que corren?
Les habían pedido que se pusiesen serios vestidos de cóctel, o lo que ellas hubieran elegido para una importante velada. Vestidos escotados, zapatos de tacón alto y finas medias; collares de perlas o largos pendientes. Ninguna otra joya. Tenían que estar «elegantes».
—Sólo tenemos aquí ahora a siete preciosas damas —señaló Rudolph—. Sois demasiado quisquillosas, ¿sabéis? El primitivo Casanova era un amante demasiado voraz, muy poco selectivo.
—Tendrás que reconocer que estas siete son extraordinarias —le dijo Casanova a su amigo—. Mi colección es la mejor del mundo.
—Estoy de acuerdo contigo. Parecen salidas del pincel de un gran maestro. ¿Empezamos?
Habían acordado entregarse a uno de sus juegos favoritos, un juego ideado por el Caballero. Aquélla era su noche (acaso la última para ambos en aquella casa).
Pasaron revista a su harén con toda parsimonia. Primero hablaron con Melissa Stanfield, que llevaba una túnica roja de seda y se había recogido su larga melena rubia con un pasador sobre el hombro izquierdo. A Casanova le recordaba a Grace Kelly cuando era joven.
—¿Te has reservado para mí? —le preguntó el Caballero.
—He reservado mi corazón para una persona —contestó ella con una recatada sonrisa.
Will Rudolph correspondió sonriente a la hábil respuesta, le pasó el dorso de la mano por la mejilla y la dejó resbalar por su cuello, hasta sus firmes pechos.
Ella no ofreció la menor resistencia. No exteriorizó temor ni repulsión. Aquélla era una de las reglas de los juegos.
—Este jueguecito nuestro se te da muy bien. Eres una estupenda jugadora, Melissa.
Naomi Cross era la siguiente de la fila. Se había puesto un vestido de cóctel de color beige claro, muy elegante. Desprendía un embriagador perfume. Casanova estaba tan extasiado que sintió la tentación de decirle a su amigo que se olvidase de Naomi, que se la reservaba para él.
Rudolph siguió adelante y se detuvo frente a la sexta de la fila. Ladeó la cabeza y miró a la última. Luego volvió a mirar a la sexta.
—Tú eres muy especial —le dijo quedamente, casi cohibido—. Extraordinaria, debería decir.
—Es Christa —le hizo saber Casanova con una sonrisa de complicidad.
—Esta noche tengo una cita con Christa —añadió el Caballero con perceptible entusiasmo.
Ya había hecho su elección. Casanova le hacía un regalo… con el que podría jugar a lo que quisiera.
Christa Akers intentó sonreír. Era norma de la casa. Pero no pudo. Eso era lo que más le gustaba de ella al Caballero: el delicioso temor que reflejaban sus ojos.
Estaba preparado para jugar a kiss the girls.
Por última vez.