Aquella noche, Sampson y yo cenamos en un buen restaurante de Durham que, curiosamente, se llamaba Nana's.
Ninguno de los dos tenía mucho apetito. No les hicimos debidamente los honores a los dos enormes filetes, con chalotes y una montaña de puré de patata con ajo.
Hablamos de Kate. En los cuidados intensivos del hospital me habían dicho que seguía grave y que, si salvaba la vida, tenía pocas probabilidades de recuperarse por completo; ni siquiera de estar en condiciones para ejercer la medicina.
—¿Sois sólo amigos? —me preguntó Sampson con todo el tacto de que es capaz cuando quiere.
—Exacto. Sólo amigos. Podía hablar con ella de cualquier cosa, con una espontaneidad que casi tenía olvidada. Nunca me he sentido tan cómodo con una mujer… tan pronto, salvo con Maria.
Sampson optó por limitarse a escuchar, a dejar que fuese yo quien de manera espontánea se lo contase. Me conocía bien.
Mientras porfiábamos con las sobreabundantes raciones sonó mi «busca». Era Kyle Craig. Al momento fui a llamarlo desde el teléfono de la planta baja del restaurante. Lo localicé en su coche. Iba de camino a Hope Valley.
—Vamos a detener a Wick Sachs por los asesinatos de Casanova —me dijo.
Por poco se me cae el teléfono de la mano.
—¿Cómo ha dicho? —le grité sin dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuándo se ha tomado esa decisión? ¿Quién la ha tomado?
—Dentro de un par de minutos entraremos en su casa —me contestó Kyle con su acostumbrada frialdad—. Es cosa del jefe de la policía de Durham. Encontró algo en la casa. Una prueba material. Será una detención conjunta: FBI y policía local de Durham. He querido que lo supiese, Alex.
—Ese hombre no es Casanova. No detengan a Wick Sachs —casi le grité.
Hablaba desde un teléfono público que estaba en un estrecho pasillo del restaurante. Continuamente pasaban clientes que entraban y salían de los comedores. Me miraban con una hostilidad no exenta de temor.
—Ya está acordado —dijo Kyle—. Yo también lo siento.
Kyle interrumpió la comunicación. No me dio opción a más.
Sampson y yo salimos de estampida del restaurante en dirección a la casa de Sachs.
—¿Podrían tener pruebas contra él, que tú desconozcas, suficientes para detenerlo? —me preguntó Sampson.
Era una pregunta dura para mí, porque venía a decirme hasta qué punto podían tenerme al margen de todo.
—Dudo de que Kyle tenga algo consistente para detenerlo todavía. Me lo habría dicho. ¿La policía de Durham? No sé a qué juega. Lo que sí sé es que Ruskin y Sikes van a lo suyo. También nosotros nos hemos visto en la posición en la que se encuentran ellos ahora.
Cuando llegamos a Hope Valley, descubrimos que no éramos los únicos a quienes se había avisado de la detención. La apacible calle de aquella zona residencial estaba atestada de vehículos. Había coches-patrulla y coches de las brigadas de paisano por todas partes.
—La han jodido. Parece una fiesta campestre —dijo Sampson al bajar del coche—. Nunca he visto semejante metedura de pata.
—Se veía venir. Ese enconado conflicto de competencias tenía que conducir a una pesadilla —comenté temblando como un vagabundo en invierno.
Me encontraba con un tropiezo tras otro. Ya no le veía sentido a nada. ¿Hasta qué punto me habían tenido al margen?
Al verme, Kyle Craig se me acercó y me cogió firmemente del brazo. Tuve la sensación de que, si lo consideraba necesario, recurriría a la violencia para contenerme.
—Sé lo furioso que está. Y también yo lo estoy. No ha sido cosa nuestra, Alex. En esta ocasión, la policía local nos ha ganado por la mano. Ha sido una decisión personal del jefe de la policía. La presión política ha sido tan fuerte que ha llegado hasta el mismo Senado estatal. Esto huele tan mal que echa para atrás.
—¿Qué han encontrado en la casa? ¿De qué prueba material se trata? ¿No serán los libros?
—Ropa interior femenina —contestó Kyle—. Tenía un escondrijo lleno. Han encontrado una camiseta de la universidad que pertenece a Kate McTiernan. Y, por lo visto, también Casanova guarda esta clase de «souvenirs». Igual que el Caballero de Los Ángeles.
—Él no haría eso. No es como Casanova —repliqué—. Tiene a las chicas y su ropa en una casa secreta. Es de una meticulosidad obsesiva. No, Kyle, esto es una barbaridad. Así no se va a solucionar el caso. Es un grave error.
—No esté tan seguro. Aunque sus argumentos sean lógicos, no va a conseguir evitar la detención.
—O sea, ¿que la lógica y el sentido común no importan?
—Me temo que ahora no.
Nos encaminamos hacia el porche trasero de la casa de Sachs. Las cámaras de televisión filmaban todo lo que se movía. Allí estaba el gran circo de los medios informativos. Un verdadero desastre para la investigación.
—Han registrado la casa a última hora de esta tarde —me explicó Kyle mientras caminábamos—. Han traído perros de Georgia, especialmente entrenados.
—¿Y por qué habrían de hacer algo así? ¿A qué venía registrar de pronto la casa de Sachs?
—Han recibido una información, y tenían buenas razones para creer que era cierta. Esto es lo que he conseguido que me digan. A mí también me han dejado fuera de juego, Alex. Y estoy tan soliviantado como usted.
Estaba tan extenuado y furioso que se me nublaba la vista. Sentí el impulso de gritar, de emprenderla a patadas con todo.
—¿Le han dicho algo acerca del anónimo comunicante? ¡Por Dios, Kyle! ¡Un comunicante anónimo! ¡Por Dios bendito!
Wick Sachs se hallaba en aquellos momentos prisionero en su hermosa mansión. La policía de Durham quería que el acontecimiento se televisase a todo el país. A eso se reducía todo para ellos: un sonado triunfo de los servidores de la ley de Carolina del Norte.
Se habían equivocado de hombre. Y lo iban a exhibir ante el mundo.