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—Buenos días, doctor Sachs.

La iluminación en el pequeño e impersonal cuarto de interrogatorios era más intensa y deslumbrante de lo que parecía desde el otro lado del falso espejo.

Sachs tenía los ojos enrojecidos y noté que estaba tan tenso como yo. Sin embargo, se mostró tan arrogante y seguro de sí mismo conmigo como con el agente Heekin.

Me pregunté si eran los ojos de Casanova los que tenía delante. ¿Podía ser aquél el monstruo que tenía que detener?

—Me llamo Alex Cross —le dije nada más sentarme en la despintada silla metálica que me correspondió—. Naomi Cross es mi sobrina.

—Sé muy bien quién es usted —me contestó entre dientes con ligero acento sureño, algo que, de entrada, me contrarió porque, según Kate, Casanova no tenía acento—. Leo los periódicos, doctor Cross —añadió—. No conozco a su sobrina. Leí que la han secuestrado.

—Bien. Si lee los periódicos, también debe de estar al corriente de las canalladas de un mal nacido que se hace llamar Casanova.

Sachs sonrió con desdén. O así me lo pareció. Sus ojos azules estaban llenos de desprecio. No era difícil adivinar porqué se le detestaba tanto en la universidad. Llevaba su cuidado pelo rubio alisado hacia atrás. Sus gafas de montura de concha le daban un aspecto impertinente y achulado.

—No hay el menor precedente de violencia por mi parte en toda mi vida. Jamás podría cometer esos horrendos crímenes. Soy incapaz de matar a un mosquito. Mi aversión a la violencia está bien probada.

«Por supuesto —pensé—. Todas sus fachadas, todos sus camuflajes están perfectamente estudiados, ¿verdad? Una buena esposa, que es, además, enfermera. Dos hijos. Su bien probada aversión a la violencia».

Me froté el rostro con ambas manos. Tenía que hacer un gran esfuerzo para no pegarle. Él seguía tan arrogante y digno como al principio.

—Le he echado un vistazo a su biblioteca de pornografía —le susurré inclinándome hacia delante—. He estado en su sótano, doctor Sachs. Su colección está llena de perversiones y violencias sexuales. Abundan temas de degradación física de hombres, mujeres y niños. Puede que esto no signifique un «precedente» violento, pero me permite hacerme una idea de su carácter.

—Soy un destacado filósofo y sociólogo —dijo Sachs con un desdeñoso ademán—. Y, ciertamente, estudio el erotismo… igual que usted estudia la mente criminal. No soy un psicópata, doctor Cross. Mi colección de temas eróticos es clave para entender muchas de las fantasías de la cultura occidental, de la escalada en el enfrentamiento entre hombres y mujeres —afirmó en un tono profesoral—. No obstante, la verdad es que no tengo por qué comentar con usted nada que pertenezca a mi vida privada. No he infringido ninguna ley. Estoy aquí por propia voluntad. Usted, en cambio, ha entrado en mi casa sin un mandamiento judicial.

—¿A qué cree usted que se debe su gran éxito con las mujeres? —le pregunté, tratando de desconcertarlo—. Sabemos que ha hecho muchas conquistas entre las estudiantes de la universidad; muchachas jóvenes y bonitas; alumnas suyas, en algunos casos. Sobre esto sí existen precedentes.

Por un momento, me pareció que se sulfuraba. Pero en seguida se rehízo y reaccionó de un modo extraño, y tal vez muy revelador. Dejó traslucir su necesidad de dominar la situación, de ser la estrella, incluso ante mí, por más insignificante que me considerase.

—¿Que por qué tengo éxito con las mujeres, doctor Cross? —dijo Sachs sonriente, pasándose la lengua entre los dientes.

El mensaje era sutil pero claro. Me decía saber cómo dominar sexualmente a la mayoría de las mujeres. Siguió sonriendo: una obscena sonrisa de un hombre obsceno.

—Muchas mujeres desean liberarse de sus inhibiciones sexuales —prosiguió—, especialmente las jóvenes, las estudiantes. Y yo las libero. Libero a tantas como puedo.

Aquello acabó con mi paciencia. Me abalancé sobre él, la silla se volcó hacia atrás y yo me eché encima de él, que gruñó de dolor. Lo inmovilicé, aunque me contuve para no machacarlo a puñetazos. Me percaté de que era absolutamente incapaz de poder conmigo. No sabía luchar. No era muy fuerte, ni muy atlético.

Nick Ruskin y Davey Sikes irrumpieron en el cuarto como un rayo, seguidos de Kyle y Sampson. Trataron de quitarme a Sachs de las manos. Lo solté por propia voluntad. No le había hecho daño ni había tenido intención de hacérselo.

—No es físicamente fuerte. Casanova sí. Este hombre no es el monstruo que buscamos. No es Casanova.