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No podía controlar el temblor de brazos y piernas mientras trataba de recorrer los ocho kilómetros que separaban Durham de Chapel Hill. Me castañeteaban los dientes.

Tuve que parar en una perpendicular a Chapel Hill-Durham Boulevard por miedo a estrellarme. No podía dominar el volante. Me recosté en el asiento con las luces de los faros encendidas, viendo danzar las motas de polvo y los minúsculos insectos en los haces de luz, que casi se confundían ya con la incipiente claridad de la mañana.

Respiré hondo varias veces, tratando de serenarme. Eran poco más de las cinco y ya se oían los trinos de los pájaros. Pero no quise oírlos y me tapé los oídos con las manos.

Sampson se había quedado durmiendo en el hotel. Era tal mi desesperación al salir que debí de quedarme en blanco, olvidar que mi amigo estaba allí conmigo.

Kate nunca le había tenido miedo a Casanova. Se creía capaz de defenderse por sí misma, incluso después de haberla secuestrado.

Sabía que era absurdo culparme por lo ocurrido, pero me culpaba. No sé cuándo ni por qué, pero hacía tiempo que había dejado de comportarme como un verdadero policía. Quizá aquello tuviera un lado positivo, pero no encajaba con mi profesión. Si uno dejaba que los sentimientos lo dominasen, se sufría demasiado. Era el medio más rápido y seguro para «quemarse».

Al cabo de unos minutos volví a la carretera, y un cuarto de hora después estaba frente a la destartalada casa de la apartada calle de Chapel Hill.

El «Callejón de las Solteronas», la llamaba Kate.

Aún podía ver su cara, su dulce y serena sonrisa; el entusiasmo y la convicción que irradiaba por todo lo que le importase. Aún podía oír su voz. Hacía menos de tres horas que Sampson y yo habíamos estado en aquella casa. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas y la cabeza a punto de estallar. Estaba fuera de mí.

«Si vuelve, me enfrentaré a él», fue una de las últimas cosas que le oí decir.

Los coches-patrulla de la policía local, las ambulancias y las furgonetas de la televisión atestaban la estrecha calle. Ver el lugar de un crimen siempre me había revuelto el estómago. Más aún en aquel caso. Parecía que todo Chapel Hill se hubiese congregado frente al apartamento de Kate.

A la tibia luz de la madrugada, todos parecían pálidos y taciturnos. Estaban perplejos y furiosos.

La ciudad se había destacado siempre por su apacible ambiente universitario y liberal. Era un seguro refugio del enloquecido caos del resto del mundo. Ésa era la razón por la que muchos habían elegido vivir allí.

Pero todo había cambiado. Casanova había cambiado la ciudad para siempre.

Abrí la guantera y rebusqué a ciegas unas gafas que debían de estar pringosas, porque rara vez me las ponía. En realidad, eran de Sampson, que se las regaló a Damon para que tuviese aspecto de duro como él si tenía que vérselas… conmigo.

Era yo quien necesitaba tener aspecto de duro en aquellos momentos.