Después de que Alex y Sampson se hubieron marchado, Kate pasó revista a todas las habitaciones de la casa y cerró bien puertas y ventanas.
Sampson le había caído muy bien. Era simpático, amable, enorme y… amedrentador. Se alegraba de que Alex le hubiese presentado a su mejor amigo.
Mientras recorría el apartamento, inspeccionando las caseras medidas de seguridad de su hogar, le daba vueltas a la cabeza a la posibilidad de empezar una nueva vida, lejos de Chapel Hill.
«Es como si viviese una película de Hitchcock —se dijo—. Como si Alfred Hitchcock hubiese vivido lo bastante para ver la locura y el horror de los noventa».
Agotada, se metió al fin en la cama. ¡Vaya…! Estaba llena de migas de pan y de bizcocho. No la había hecho aquella mañana. Últimamente dejaba muchas cosas por hacer, y aquello la sublevaba.
Kate se tapó con la colcha hasta el mentón, pese a que no hacía frío (estaban ya a primeros de junio). Pura y simplemente, tenía miedo. Su ansiedad no cesaría mientras Casanova andase suelto. Fantaseaba con la idea de matarlo. Se imaginaba yendo a la casa de Wick Sachs. Ojo por ojo. Lo decía la Biblia.
Le hubiese gustado que Alex se quedase; hablar con él como siempre lo hacían; que estuviese con ella en aquellos momentos. Pero no había querido violentarlo delante de Sampson.
Aquella noche deseaba estar entre los brazos de Alex. Y pudiera ser que algo más. Quizá ya estuviese preparada para algo más. Aunque en el fondo no estaba segura de nada. Últimamente, le había dado por rezar. O sea que, a lo mejor, sí creía en algo. No eran plegarias muy personales, pero eran plegarias. Padrenuestro… Ave Maria…
Quizá no fuese la única en reaccionar así en momentos de apuro.
—Me gustaría que existieras, Dios mío —musitó—. Ojalá te guste a ti que yo… siga existiendo.
No podía dejar de obsesionarse con Casanova, con el doctor Wick Sachs, con la misteriosa casa «fantasma» y las otras mujeres que seguían allí secuestradas. Pero estaba tan acostumbrada a sufrir pesadillas que terminó por dormirse.
Y no lo oyó entrar.