El Caballero había tomado una decisión. El doctor Will Rudolph había acechado a su presa durante toda la noche.
Se le hacía la boca agua. Iba a visitar un domicilio, como era lo propio de un buen médico, de un médico de… cabecera que se preciase.
Casanova no quería que merodease por las calles de Durham ni de Chapel Hill. Se lo tenía prohibido. Era comprensible. Y loable. Pero… no podía obedecerlo en este caso. Volvían a trabajar juntos. Además, el peligro era mínimo por la noche, y la recompensa superaba con creces al riesgo.
Aquel nuevo episodio tenía que realizarse a la perfección y él era el más adecuado para hacerlo. Will Rudolph estaba seguro de ello. No lo lastraban los sentimientos. No tenía ningún talón de Aquiles. Casanova sí lo tenía: Kate McTiernan.
De un modo un tanto extraño, pensaba Rudolph, ella se había convertido en competidora suya. Casanova había establecido un lazo especial con ella, que estaba muy cerca de ser la «amante» que él aseguraba buscar obsesivamente. Y, por lo tanto, Kate McTiernan era peligrosa para sus relaciones con Casanova.
Durante el trayecto hacia Chapel Hill pensó en su «amigo». Había ahora entre ellos algo distinto y más satisfactorio. Estar separados durante más de un año había hecho que valorase más su relación. Su vínculo era más fuerte que nunca. Con nadie más podía hablar de sus éxitos.
«Qué triste», pensó Rudolph.
Qué curioso.
Durante el año que había pasado en California, Will Rudolph había recordado con demasiada frecuencia la lacerante soledad en que vivió de niño. Se crió en Fort Bragg, en Carolina del Norte, y luego en Ashville. Era el hijo de un ufano coronel, un verdadero hijo del sur; educado, solícito y adornado de todas las virtudes castrenses. Un perfecto caballero. Nadie adivinaba sus más inconfesables deseos y necesidades… De ahí que su soledad hubiese sido tan insoportable.
Recordaba muy bien cuándo dejó de sentirse solo. Exactamente cuándo y dónde. Recordaba su primera y alucinante entrevista con Casanova, allí mismo en el campus de Duke (un peligroso encuentro para ambos).
El Caballero recordaba la escena con absoluta nitidez.
Vivía en una pequeña habitación, como tantos otros estudiantes del campus. Casanova se presentó casi a las dos de la madrugada y le dio un susto de muerte. Parecía muy seguro de sí mismo cuando Rudolph abrió la puerta.
—¿No vas a invitarme a entrar? No creo que quieras que te diga lo que he de decirte aquí en pleno pasillo.
Rudolph lo dejó entrar y cerró la puerta. Le latía el corazón aceleradamente.
—¿Qué quieres? Son casi las dos de la madrugada…
De nuevo aquella sonrisa. Siempre tan ufano y seguro de dominar la situación.
—Tú has matado a Roe Tierney y a Thomas Hutchinson. Hacía un año que la acechabas. Y tienes aquí guardado un recuerdo suyo: su lengua, ¿verdad?
Fue el momento más dramático en la vida de Will Rudolph. Alguien sabía quién era. Alguien lo había descubierto.
—Pero no te preocupes —prosiguió Casanova—. También me consta que jamás podrá probar nadie que has sido tú. Has cometido dos crímenes perfectos o, mejor dicho, casi perfectos. Te felicito.
Rudolph fingió lo mejor que supo y se burló de sus acusaciones.
—Estás completamente loco. Sal de aquí inmediatamente. Jamás he oído nada tan disparatado.
—Cierto: es un disparate —dijo su acusador—, pero estabas deseando oírlo. Déjame que te diga algo más que deseas oír. Comprendo lo que hiciste y por qué. Yo también lo he hecho. Me parezco mucho a ti, Will.
Rudolph sintió de inmediato una fuerte afinidad con él. Era la primera vez que lograba sintonizar con alguien en toda su vida. ¿Sería amor? ¿Tenían las personas corrientes más sentimientos que él? ¿O se engañaban? ¿No forjarían grandilocuentes fantasías románticas acerca de lo que no era más que sexo?
En cuanto llegó a su destino, detuvo el coche bajo un enorme olmo y apagó los faros. Dos negros estaban frente al porche de la casa de Kate McTiernan.
Uno de ellos era Alex Cross.