Ya bastante entrada aquella noche, Casanova volvió a salir de caza. Llevaba días sin entrenarse, pero aquélla iba a ser una noche importante.
Burló sin problemas el control de seguridad del Centro Médico de la Universidad Duke, pasando por una puerta lateral, muy poco utilizada, que daba al parking reservado para el personal facultativo.
De camino a su punto de destino, pasó frente a varias enfermeras parlanchinas y jóvenes médicos de serio semblante. Varios lo saludaron con una leve inclinación de cabeza e incluso le sonrieron.
Como de costumbre, Casanova encajaba perfectamente con el entorno. Tenía entrada en cualquier parte, y la utilizaba.
Iba por los asépticos pasillos del hospital con paso resuelto, dándole vueltas a la cabeza acerca de su futuro. Tanto en aquella región como en el sureste había logrado «triunfar». Pero tenía que dar por terminadas sus operaciones. Y a partir de aquella noche mismo.
Alex Cross y los otros «intrigantes» rondaban demasiado cerca de él. La policía de Durham empezaba a ser también un peligro. Se había convertido en una presa codiciada. Terminarían por encontrar la casa. O peor aún: alguien podía tener un golpe de suerte, descubrirlo y detenerlo.
De modo que había llegado el momento de marcharse.
Quizá él y Will Rudolph pudiesen trasladarse a Nueva York. O a la soleada Florida, que tanto atrajo a Ted Bundy. También Arizona podía ser un lugar agradable; pasar el otoño en Tempe o en Tucson, en las zonas universitarias rebosantes de caza. O acaso pudieran establecerse en alguno de los campus de Texas; el de Austin parecía estar muy bien. ¿En el de Urbana, en Illinois? ¿En el de Madison, en Wisconsin? ¿En el de Columbus, en Ohio?
Pero la verdad era que, personalmente, se inclinaba por Europa: Londres, Munich o París (su versión del grand tour). Quizá ésa fuese la mejor alternativa, dadas las circunstancias. Un grand tour para sus cerebritos.
Se preguntaba si lo habría seguido alguien hasta el hospital. Quizá Alex Cross. Era una posibilidad. El doctor Cross tenía un historial impresionante. Logró detener a aquel pederasta, a aquel psicópata asesino de Washington de la variedad dominguera.
Cross tenía que ser eliminado antes de que él y Will Rudolph dejasen la zona para emprender más ambiciosos proyectos. De lo contrario, Cross lo seguiría hasta el mismo infierno.
Casanova entró en el edificio 2 de aquel hospital de laberíntica estructura. Por allí se iba al depósito de cadáveres y a la sección de mantenimiento. Los pasillos que conducían a aquel sector estaban siempre menos concurridos.
Miró hacia atrás. No lo seguían. Ya no había gente con suficientes agallas ni ingenio para arriesgarse tanto.
Quizá aún no sabían nada de él. A lo mejor no sospechaban. Pero era consciente de que acabarían por sospechar. Podían llegar a relacionarlo con lo de Roe Tierney y Tom Hutchinson; con el asesinato de aquella pareja, que aún no habían sido capaces de resolver.
Aquél fue el principio para él y Will Rudolph.
¡Cómo se alegraba de que su amigo hubiese vuelto! Se sentía mejor sabiendo que Rudolph estaba cerca. Porque Rudolph entendía de verdad lo que era el deseo, y la libertad. Rudolph lo comprendía a él mejor que nadie.
Casanova empezó un ligero trote por el pasillo del edificio 2. Sus pasos resonaban en el casi vacío edificio. Minutos después estaba en el edificio 4, en el ala noroeste del hospital.
Miró de nuevo hacia atrás.
Nadie lo seguía. Nadie lo había descubierto. Y pudiera ser que nunca lo descubriese nadie.
Casanova llegó al parking, muy iluminado con una luz anaranjada, y subió resueltamente a un jeep negro aparcado cerca del edificio.
El vehículo llevaba matrícula de Carolina del Norte y la placa que lo identificaba como médico. Otra de sus máscaras.
Volvía a sentirse fuerte y seguro de sí mismo; maravillosamente vivo y libre. Estaba exultante. Podía ser uno de sus momentos más gloriosos. Se sentía como si pudiese volar por la sedosa tiniebla de la noche.
Iba a la caza de su víctima.
La doctora Kate McTiernan volvería a ser su siguiente víctima.
La echaba mucho de menos.
La amaba.