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Encontramos al decano Browning Lowell en el nuevo gimnasio de la facultad, en el polideportivo «Allen» del campus de Duke.

El gimnasio estaba equipado con los más modernos aparatos.

Sampson y yo observamos a Lowell mientras hacía una dura serie de flexiones laterales de cintura. Incluso nosotros, que éramos ratas de gimnasio, hubiésemos terminado molidos. Lowell tenía un físico impresionante.

—De modo que ése es el aspecto que tiene un dios del Olimpo visto de cerca, ¿no? —dije mientras cruzábamos el gimnasio en dirección al decano.

A través de los altavoces se oía a Whitney Houston.

—No olvides que vas en compañía de un dios del Olimpo —me recordó Sampson.

—Es fácil olvidarlo cuando la grandeza va acompañada de la humildad —repliqué sonriente.

Al oír las pisadas de nuestros zapatos de calle en el suelo del gimnasio, el decano Lowell dirigió la mirada hacia nosotros. Su sonrisa era amable y cordial. Un tipo simpático el tal Browning Lowell. Parecía de verdad un buen tipo, al margen de que se notase que quería dar esa impresión.

Necesitaba con urgencia que me proporcionase datos que él debía de conocer muy bien. En algún rincón de Carolina del Norte tenía que estar la pieza clave para resolver el rompecabezas, la que diese sentido a la ola de asesinatos.

Presenté a Sampson y fuimos directamente al grano. Le pregunté a Lowell qué sabía de Wick Sachs.

El decano me pareció tan predispuesto a colaborar como en nuestra primera entrevista.

—Sachs es la vergüenza de nuestro campus. Por lo visto, no hay universidad que se libre de tener por lo menos un cerdo como él —dijo el decano Lowell con cara de circunstancias—. Lo llaman «Doctor Guarro». Pero sabe dominarse y nunca lo han pillado in fraganti. Supongo que yo debería concederle a Sachs el beneficio de la duda, pero no se lo concedo.

—¿Ha oído hablar de la colección de películas y libros «exóticos» que tiene en su casa? ¿De su colección de pornografía enmascarada de erotismo? —se me adelantó Sampson a preguntar.

Lowell interrumpió su tanda de ejercicios. Nos miró a ambos con fijeza antes de contestar.

—¿Consideran al doctor Sachs un claro sospechoso de las desapariciones de las jóvenes?

—Son muchos los sospechosos, decano Lowell. Es lo único que puedo decirle, por el momento —le contesté.

—Respeto su opinión, Alex —dijo el decano—. Permítame que le diga algunas cosas acerca de Sachs que podrían ser importantes.

El decano empezó a secarse el sudor del cuello y de los hombros con una toalla. Su cuerpo parecía bronce bruñido.

—Empecemos por el principio —prosiguió Lowell mientras se secaba meticulosamente—. Hace tiempo, asesinaron aquí del modo más infame a una joven pareja. Fue en el ochenta y uno. Por entonces, Wick Sachs aún no se había licenciado. Era un estudiante de Filosofía y Letras que destacaba por su brillante inteligencia. Yo daba cursos de doctorado. Cuando me nombraron decano, me enteré de que Sachs fue uno de los sospechosos del asesinato de la pareja. Pero no había ninguna prueba de que él hubiese tenido algo que ver en los crímenes, y se olvidaron de él. Ignoro los detalles, pero pueden acceder ustedes a ellos y comprobarlos en el departamento de policía de Durham. Fue en la primavera del ochenta y uno. Los estudiantes asesinados fueron Roe Tierney y Tom Hutchinson. Causó una gran impresión. A principios de los ochenta, un solo asesinato, en cualquier población, todavía conmocionaba a la opinión pública. Y el caso sigue abierto.

—¿Por qué no me contó esto antes, decano Lowell? —le pregunté.

—Porque supuse que usted lo sabía de sobras. El FBI estaba al corriente de todo, Alex. Yo mismo se lo conté. Y sé que, hace unas semanas, los federales hablaron con el doctor Sachs. Pensé que lo habían descartado como sospechoso, que la actual ola de crímenes no tenía relación con aquel asesinato de la joven pareja.

—Comprendo —le dije al decano.

Entonces le pedí a Lowell que me hiciese otro favor. ¿Podría facilitarme a mí todos los datos, acerca del doctor Sachs, que el FBI le hubiese pedido? También le expresé mi interés por ver los anuarios de la universidad de aquellos años, durante los que Sachs y Rudolph coincidieron en la universidad. Tenía que hacer un importante trabajo en casa sobre el curso del ochenta y uno.

Hacia las siete de aquella tarde, Sampson y yo volvimos a vernos con la policía de Durham. Los detectives Ruskin y Sikes nos pusieron al día sobre el curso de la investigación.

También ellos estaban abrumados por la presión del caso. Quizá por eso estuviesen más amables.

—Bueno… ustedes han trabajado antes en casos tanto o más difíciles… —dijo Ruskin que, como de costumbre, era quien llevaba la voz cantante.

A Davey Sikes parecíamos seguir cayéndole tan mal como el primer día.

—Sé que no les dimos muchas facilidades al principio. Pero no duden de que, por encima de todo, queremos que cese esta carnicería.

—Tenemos tanto interés como quien más en detener a Sachs —secundó Sikes—. Pero los federales nos pisan el terreno.

Ruskin y yo sonreímos. La rivalidad entre los distintos cuerpos policiales era tan comprensible como negativa. La verdad es que yo tampoco confiaba en la brigada de homicidios de Durham. Estaba convencido de que Ruskin y Sikes nos utilizaban. Además, tenía el presentimiento de que nos ocultaban elementos de prueba.

Nos dijeron estar «empantanados» en una investigación acerca de médicos de Durham y de los condados limítrofes; sobre médicos que tuviesen antecedentes penales, como autores materiales, cómplices o encubridores de delitos graves. Wick Sachs era el principal sospechoso, pero no el único.

Aún existían muchas probabilidades de que Casanova resultara ser alguien en el que nadie hubiese pensado hasta entonces. Ocurría muy a menudo con los asesinos en serie. Era alguien que no estaba lejos… lo que no significaba que tuviese la certeza de quién era. Aquello era lo más terrible del caso, y lo más frustrante.

Nick Ruskin y Sikes nos mostraron su lista de sospechosos. Eran diecisiete. Cinco eran médicos. Kate había creído, en principio, que Casanova era médico. Y también lo creyó así Kyle Craig.

Leí los nombres de los médicos:

Dr. Stefan Romm.

Dr. Francis Constantini.

Dr. Richard Dilallo.

Dr. Miguel Fesco.

Dr. Kelly Clark.

Volví a considerar la posibilidad de que fuesen varias las personas implicadas, lo que no significaba que mis sospechas acerca del doctor Sachs se hubiesen disipado lo más mínimo.

—Usted es el gran guru —me dijo Davey Sikes, casi susurrándomelo—. ¿Quién es el malo de la película? Ande, sea bueno y ayude a estos pobres palurdos. Detenga al hombre del saco, doctor Cross.