—Sin duda has llegado en el momento oportuno —le susurré a Sampson al bajar del coche.
—Así parece —dijo él—. Tranquilo. No vayas a hacer ninguna bobada y nos peguen un tiro, Alex. No tendría ninguna gracia.
Creí adivinar lo que ocurría y me enfurecí. Sampson y yo éramos «sospechosos». ¿Por qué éramos sospechosos? Porque éramos negros y circulábamos por calles poco concurridas a las diez de la mañana. Noté que también Sampson estaba furioso, aunque a su manera. Sonreía y movía la cabeza hacia atrás y hacia adelante.
—Vaya, hombre. Debe de ser nuestro día de suerte —comentó Sampson riendo.
Entonces apareció el compañero del policía que nos encañonaba. Eran jóvenes y con pinta de duros. Media melena, bigote y cuerpos bien musculados a base de gimnasio. Parecían émulos de Ruskin y Davey Sikes que hubiesen salido de «maniobras».
—¿Qué te hace tanta gracia? —le dijo a Sampson uno de ellos, en voz tan baja que apenas lo oí—. Te crees muy gracioso, ¿eh, matón? —añadió empuñando una pequeña porra cerca de su cadera, dispuesto a golpearlo.
—No lo sé hacer mejor —contestó Sampson sin dejar de sonreír, nada impresionado por la porra.
Me sudaba tanto la cabeza que ya tenía la espalda empapada. Los malos presagios que tuve al llegar a la ciudad se confirmaban, y no porque Carolina del Norte ni el sur tuviesen la exclusiva de maltratar a los negros.
—Me llamo…
Iba a decirles a los policías quiénes éramos, pero uno de los agentes me atajó.
—¡Calla la boca, imbécil! —me gritó golpeándome en la rabadilla.
No me dio tan fuerte como para hacerme un hematoma, pero me dolió. Y no sólo por el golpe en sí.
—Me parece que éste es un drogata. Tiene los ojos inyectados en sangre —dijo en voz baja uno de los policías—. Está colocado —añadió refiriéndose a mí.
—¡Soy Alex Cross, detective de la policía, cabrón de mierda! —le espeté de pronto—. Estoy de servicio. Participo en la busca y captura de Casanova. ¡Llame inmediatamente a los detectives Ruskin y Sikes! ¡Y llame también a Kyle Craig, del FBI!
Me giré de pronto y golpeé en el cuello al policía que tenía cerca. El agente cayó al suelo como un saco. Su compañero fue a abalanzarse sobre mí, pero Sampson lo inmovilizó en la acera para evitar que hiciese una tontería aún mayor. Entonces le quité el revólver al que me había atacado (con más facilidad que a cualquier adolescente pandillero de los que pululaban por Washington).
—¿Contra la pared habéis dicho? —le gritó Sampson a su «sospechoso»—. ¿A cuántos de nuestros hermanos habéis maltratado? ¿A cuántos jóvenes habéis humillado de esta manera? ¡Como si supieseis algo de cómo es su vida! Me dais ganas de vomitar.
—Sabéis perfectamente que Casanova, el asesino que buscamos, no es negro —les dije a los dos desarmados policías de Chapel Hill—. Y esto no va a quedar así. Tenedlo por seguro.
—Ha habido muchos robos últimamente en las inmediaciones —habló el policía de voz grave, que ahora era la viva imagen de la contrición, digno representante de la America Limited, experta en lágrimas de cocodrilo.
—¡Déjate de bobadas! —le espetó Sampson esgrimiendo su pistola, para que supiesen lo que era verse humillados.
Sampson y yo volvimos a nuestro coche con los revólveres de los agentes. «Souvenirs» del día. A ver qué explicación le daban a su jefe cuando regresasen a la comisaría.
—¡Cabrones! —les gritó Sampson al alejarnos.
Le di una palmada al volante. El desagradable incidente me había afectado más de lo que creía, acaso porque ya estaba un poco quemado con el caso que investigábamos.
—… por otro lado —dijo Sampson—, les hemos dado una buena lección a ese par. Esos abusos puramente racistas me sublevan. Pero me vendrá bien estar más en tensión.
—Me alegro de ver de nuevo tu fea cara —le espeté a Sampson, que sonrió al fin.
—Encantado de verte, morenito. Te comunico que sigues teniendo el mismo aspecto. No pareces muy cansado. Así que… ¡a trabajar! Compadezco a ese desgraciado como lo atrapemos hoy. Algo bastante probable, permíteme que te diga.
También Sampson y yo sufríamos del síndrome G. Pero a nosotros nos sentaba estupendamente.