Hacia las diez de la noche regresamos de California y me acerqué con el coche a la zona residencial Hope Valley de Durham.
No quise que me acompañase nadie a ver a Casanova. El doctor-detective Alex Cross cabalgaba de nuevo en solitario.
Había tres claves que consideraba esenciales para resolver el caso. Y les pasé revista a las tres mientras conducía. En primer lugar, ambos cometían crímenes «perfectos». En segundo lugar, una sicosimbiosis patológica parecía afectar y unir a Casanova y al Caballero (el síndrome G). Y, en tercer lugar, la casa «fantasma», que según Kate desaparecía.
Alguna cosa tenía que salir de la combinación de aquellas claves. Quizá algo estuviese a punto de ocurrir en Hope Valley. En eso confiaba.
Conduje con lentitud por Old Chapel Hill Road hasta llegar a la ostentosa entrada (dos arcos de ladrillo pintados de blanco por los que se accedía a las urbanizaciones de Hope Valley).
Tuve el presentimiento de que cualquiera me hubiese considerado un intruso allí, de que posiblemente era el primer negro que entraba en aquel lugar sin llevar un mono de trabajo.
Sabía que era arriesgado, pero tenía que ver dónde vivía el doctor Wick Sachs. Necesitaba tantear su terreno, palpar su vida, para conocerlo mejor. Y sin pérdida de tiempo.
Las calles de Hope Valley no eran precisamente rectas. La que yo recorría en aquellos momentos no tenía bordillos, cloacas ni apenas farolas. Las cuestas eran demasiado empinadas. Si en coche resultaba incómodo, a pie debía de serlo aún más. A medida que me adentraba, crecía mi sensación de haberme perdido, de moverme en círculo. Las casas eran casi todas de un ostentoso estilo neogótico, tan viejas como caras. No costaba trabajo imaginar a un asesino en aquellas inmediaciones.
El doctor Wick Sachs vivía en una majestuosa casa de ladrillo rojo, que se alzaba en una de las lomas más altas. Los postigos exteriores de las ventanas estaban pintados de blanco. Parecía una mansión demasiado cara para un profesor, aunque fuese de la Universidad Duke (la Harvard del sur).
No se veía más luz que la de una lámpara que colgaba del dintel de la puerta principal.
Yo ya había averiguado que el doctor Wick Sachs vivía allí con su esposa y dos hijos de corta edad. Su esposa era enfermera del hospital universitario de Duke. El FBI había comprobado sus datos. Tenía una excelente reputación y todo el mundo hablaba muy bien de ella. La hija de los Sachs, Faye Anne, tenía 7 años y su hijo, Nathan, 10.
Pensé que probablemente los federales me vigilasen mientras me dirigía a casa de los Sachs. Pero no me importaba demasiado. Me dije que acaso Kyle Craig fuese con ellos, porque estaba tan interesado en aquel sórdido caso como yo. Kyle había estudiado en Duke. ¿Sería aquel caso algo personal, también para él?
Recorrí con la mirada el derredor de la casa. Todo estaba muy ordenado y era realmente bonito.
La experiencia me había enseñado que los monstruos humanos podían vivir en cualquier parte; que los más astutos elegían casas de lo más corriente, o muy características del estilo de vida estadounidense.
Hay monstruos por todas partes. Es como si una epidemia asolase Estados Unidos. Las estadísticas son aterradoras. Concentramos casi tres cuartas partes de los cazadores de seres humanos. El resto corresponde casi exclusivamente a Europa, con el Reino Unido, Alemania y Francia a la cabeza. En todas las poblaciones estadounidenses, los asesinos en serie están obligando a la policía a cambiar de métodos.
Examiné detenidamente el exterior de la casa. El lado que daba al sureste tenía lo que llamaban un salón estilo colonial. Y había un patio de dimensiones equivalentes a un dormitorio. El césped estaba cuidadísimo. No había musgo, ni zarzas ni malas hierbas.
El trazado del sendero de acceso a pie, de adoquín y ladrillo, era perfecto. No asomaba hierba ni hojas por las intersecciones.
Perfecto.
Meticuloso.
Me dolía la cabeza de tanta tensión acumulada. Mantuve el motor en marcha por si acaso la familia Sachs volvía de pronto a casa.
Sabía lo que quería hacer, lo que tenía que hacer, lo que durante las pasadas horas había planeado hacer.
Tenía que entrar en la casa.
Un allanamiento de morada en toda regla, que acaso los federales tratasen de impedirme. Aunque presentí que no iban a inmiscuirse. No me hubiese extrañado que quisieran que lo hiciese. Sabíamos muy poco del doctor Wick Sachs. Y como yo no estaba oficialmente asignado al caso, podía permitirme hacer cosas que otros no podían hacer. Yo desempeñaba el papel de «incontrolado». Aquél fue mi trato con Kyle Craig.
Chispa tenía que estar por allí. Rezaba para que así fuese… Que estuviese cerca y con vida. Y lo mismo deseaba para las demás secuestradas.
Su harén. Sus odaliscas. Su colección de mujeres hermosas y excepcionales.
Cerré el contacto y respiré hondo antes de bajar del coche. Crucé el césped semiagachado. Recordé lo que Satchel Paige solía decir: «Si quieres que tus cinco sentidos estén siempre en plena forma no dejes de curiosear». Pues bien, eso hacía yo: curiosear.
Airosos bojes y azaleas se alzaban frente a la fachada. Una bicicleta de niño roja y plateada estaba recostada en el porche.
«Bonito —pensé mientras pasaba frente a la entrada—. Demasiado bonito».
La bicicleta del hijo de Casanova.
La respetable mansión de Casanova en una zona residencial.
La falsa perfecta vida de Casanova. Su perfecta tapadera. Su burla de todos nosotros. Allí mismo, en Durham. Haciéndole un corte de mangas al mundo entero.
Recorrí con precaución el derredor del patio. El suelo era de mosaico blanco. Estaba bordeado de ladrillo, igual que el acceso y el porche. Reparé en que una enredadera de zarcillos había invadido las paredes de ladrillo rojo. A lo mejor Casanova no fuese tan perfecto.
Crucé rápidamente el patio, en dirección al salón colonial. Ya había allanado más de un domicilio en cumplimiento del deber. Aquello no lo hacía más lícito pero sí más fácil.
Rompí el cristal de una de las puertas, abrí por dentro y me colé. Nada. Ni un ruido. Wick Sachs no debía de tener especial interés en disponer de un sistema de alarma (ni en que la policía realizase un posible allanamiento).
En lo primero que reparé fue en el familiar olor a pulimento de muebles «al limón». Respetabilidad. Orden. Todo era una tapadera, una perfecta máscara.
Estaba en la casa del monstruo.