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Kate McTiernan estaba de nuevo en casa. Hogar, dulce hogar… Maravilloso…

Lo primero que hizo fue llamar a su hermana Carole Anne, que ahora vivía en Maine. Luego, llamó a varias de sus amistades de Chapel Hill. Los tranquilizó a todos diciéndoles que se encontraba perfectamente.

Era mentira, por supuesto. Sabía muy bien que se encontraba fatal. Pero ¿para qué preocuparlos? No era su estilo abrumar a los demás con problemas que sabía insolubles. Alex no quería que volviese a casa, pero no había tenido más remedio que volver. Era su casa.

Trató de tranquilizarse. Bebió un poco de vino y vio parte de la programación nocturna de televisión. Hacía años que no se podía permitir tal «lujo».

Ya echaba de menos a Alex, más de lo que quería reconocer. Quedarse en casa a ver la televisión era un recurso para distraerse. Sin embargo, no lo conseguía. Siempre había sido muy torpe para «desconectar».

Quizá se hubiese enamorado de Alex como una colegiala. Era un hombre fuerte, listo, divertido y amable. Le encantaban los niños, y él no había perdido del todo ese niño que aseguran que todos llevamos dentro. Y tenía un cuerpo de ensueño. Sí: estaba loquita por Alex Cross.

Era comprensible. Y era bonito. Sólo que… era algo más que un flechazo.

Kate sintió el impulso de llamarlo a su hotel de Durham. Había cogido el teléfono un par de veces, pero lo había vuelto a dejar. ¡No! No podía permitírselo. Entre ella y Alex Cross nunca podría haber nada.

Ella era una médica residente y pronto dejaría de ser joven. Él vivía en Washington con sus dos hijos y su abuela. Además, se parecían demasiado, y no funcionaría. Él era negro y muy terco, y ella era igualmente terca, pero blanca. Alex era un detective de homicidios… pero también un hombre sensible, atractivo y generoso. El color de su piel le tenía sin cuidado. La hacía reír. La hacía sentirse tan feliz como una niña en una juguetería.

Pero no. Nunca habría nada entre ellos.

Seguiría allí, rumiando su soledad en su lóbrego apartamento y bebiendo vino malo. Vería un chapucero melodrama por televisión. Se tragaría su miedo y su mal humor. E iría de mal en peor. Cada vez más amargada.

Cada vez tenía más miedo en casa. Habría dado cualquier cosa por poder detener aquella locura. Pero nada podía hacer. Dos monstruos seguían sueltos.

No hacía más que oír extraños ruidos en la casa. La vieja madera crujía. Los goznes de los postigos rechinaban. Las campanillas que colgaban del viejo olmo, frente a la casa, sonaban con el viento. Le recordaban las de la cabaña de Big Sur.

Se le presentarían por la mañana, o acaso antes.

Kate se adormeció con el vaso de vino en el regazo (más que un vaso parecía un tosco recipiente salido del mundo de los Picapiedra). Era una reliquia de su casa de Virginia, que a menudo se disputaba con sus hermanas a la hora del desayuno.

El vaso terminó por volcarse y el vino se derramó en la colcha. No importaba. Kate había dejado de existir para el mundo. Por lo menos por aquella noche.

Como no estaba acostumbrada a beber, el vino le había hecho demasiado efecto. Le retumbaba la cabeza como si oyese pasar los mercancías que atronaban a su paso por Birch, cuando vivía allí de pequeña. Se despertó a las tres de la madrugada con una horrible jaqueca y tuvo que correr al cuarto de baño para vomitar.

Se le representaron fotogramas de una película de psicópatas que había visto hacía tiempo. Imaginó que Casanova volvía a irrumpir en su apartamento. Estaba en el cuarto de baño, ¿verdad?

No… Allí no había nadie… Por favor… Que termine esto de una vez… Por favor… ¡Que alguien acabe con esto!

Volvió a la cama y se acurrucó bajo la colcha. Oía chirriar los postigos y el repiqueteo de aquellas estúpidas campanillas.

Pensó en la muerte: su madre, Susanne, Marjorie, Kristin. Todas habían muerto.

Kate McTiernan se tapó la cabeza con la colcha. Volvía a sentirse como una niña pequeña que temía al lobo. Aquello no era tan malo, ¿verdad? Podía sobrellevarlo.

Lo peor era ver la máscara de Casanova cada vez que cerraba los ojos. Iba a volver a por ella, ¿verdad?

A las siete de la mañana sonó el teléfono. Era Alex.

—He estado en su casa, Kate —le dijo.