El Caballero se detuvo a cazar en la zona del lago Stoneman, en Arizona.
Hacía una hermosa mañana para ir de caza. El aire era transparente y fresco y olía a leña quemada.
Aparcó entre unas peñas del bosque, muy cerca de una carretera comarcal. Nadie podía verlo. Se había sentado allí a pensar cómo podía hacer las cosas, mientras miraba una bonita casa pintada de blanco. Ya rugía la bestia que alentaba en su interior.
La transformación.
Jekyll y Hyde.
Vio a un hombre salir de la casa y subir a un plateado Ford. Parecía tener prisa. Probablemente, temía llegar tarde al trabajo. Sin duda era el marido. Su esposa debía de seguir en la cama. Se llamaba Juliette Montgomery.
Poco después de las ocho, fue hacia la casa con una lata de gasolina vacía. Si alguien lo veía, no había problema: se había quedado sin gasolina e iba a pedir un poco.
Pero nadie lo vio. Quizá no hubiese nadie en kilómetros a la redonda.
El Caballero subió los escalones del porche delantero. Se detuvo un momento y luego hizo girar lentamente el pomo de la puerta. Era increíble que la gente no cerrase las puertas con llave en un lugar tan apartado como el lago Stoneman.
Qué deliciosa sensación… Era su vida… No había nada que pudiera compararse a encarnar a Hyde.
Juliette estaba preparándose el desayuno. La oía tararear mientras él se adentraba en el salón. El aroma del bacon que chisporroteaba en la sartén lo retrotrajo a su infancia en Ashville.
Su padre era un arrogante y engreído coronel del Ejército (un imbécil tan inflexible que nunca estaba satisfecho con nada de lo que hiciese su hijo). Era un ardoroso partidario de recurrir al cinturón para… meterlo en cintura, como decía él. Vociferaba como un animal cada vez que le daba una paliza. Así logró criar un hijo perfecto, un destacado estudiante en el instituto y un gran atleta. Se doctoró en la Facultad de Medicina de la Universidad Duke con un sobresaliente cum laude.
Humanamente, había criado un monstruo.
Observó a Juliette Montgomery desde la puerta de su inmaculada cocina. La persiana de la ventana estaba subida y la luz entraba a raudales. Aún seguía tarareando (una vieja canción de Jimi Hendrix titulada Castles Made of Sand, que resultaba un poco sorprendente en labios de la bella casadita).
Le encantaba mirarla sin que ella se supiese observada, cantando algo que, probablemente, no se habría atrevido a cantar ante un extraño. Acababa de colocar tres lonchas de bacon recién fritas en papel de cocina blanco como las paredes.
Juliette debía de tener unos 25 años. Llevaba un negligé blanco de algodón que dejaba ver sus muslos al moverse de los fogones a la mesa. Tenía las piernas largas y deliciosamente bronceadas. Iba descalza pero ya se había peinado. Tenía una reluciente melena de color castaño.
Encima de la repisa había un tajo de cocina, varios cuchillos y una cuchilla de carnicero.
El Caballero cogió la cuchilla, que hizo un leve ruido al rozar una cacerola de acero inoxidable.
Juliette se dio la vuelta al oírlo. Tenía un perfil precioso. Recién lavada. Estaba radiante.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?
La joven esposa lo dijo con voz entrecortada. Se quedó blanca como su negligé.
«No pierdas tiempo», se ordenó el Caballero, que agarró a Juliette y la amenazó con la cuchilla a la altura de la garganta.
—No me obligue a hacerle daño. Todo depende de usted —le dijo él quedamente.
Juliette contuvo el grito que iba a salir de su boca, pero sus ojos eran la viva estampa del terror. Le encantaba verla así. Aquello era… su vida.
—No le haré daño si no trata usted de hacérmelo a mí. ¿Entendido? ¿Me he expresado con claridad?
Juliette asintió con leves movimientos de cabeza. Lo miraba aterrorizada con sus bonitos ojos azul verdosos. No se atrevía a mover mucho la cabeza por miedo a herirse con la cuchilla. Suspiró. Asombroso. Parecía confiar algo en él. Su tono de voz solía causar ese efecto en los demás. Era una voz persuasiva. Sus buenos modales también lo ayudaban.
Hyde… El Caballero.
Ella lo miraba fijamente, como pidiéndole una explicación. Había visto aquella mirada muchas veces. ¿Por qué?, venía a decir.
—Te voy a bajar los panties. Como ya te los habrán bajado muchas veces, no hay razón para que te asustes. Tienes una piel suave, preciosa. De verdad… —dijo el Caballero a la vez que hundía la cuchilla en su cuello—. Me gustas, Juliette, de verdad…; tanto como pueda gustarme cualquiera —musitó el Caballero en tono sarcástico.