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Por desgracia, la noche era todavía joven en California y, probablemente, muy peligrosa para todos los que, de un modo u otro, tenían que ver con el caso.

Cuando llegamos al ático del doctor Will Rudolph en Beverly Comstock, había agentes de la policía de Los Ángeles por todas partes. Y también agentes del FBI, es decir, un auténtico pandemónium policial.

Desde varias manzanas de distancia vimos los destellos de las luces rojas y azules de emergencia. La policía local estaba comprensiblemente furiosa, al haber sido marginada de la operación por el FBI. Era una situación muy desagradable, pura política corporativa, que tenía a todos con los nervios a flor de piel. No era la primera vez que el FBI actuaba de aquella manera con la policía local. A mí me había ocurrido en Washington en muchas ocasiones.

Los medios informativos de Los Ángeles también estaban allí: prensa escrita, radio y televisión; incluso varios productores cinematográficos se habían acercado a olfatear. No me hacía ninguna gracia que muchos de los periodistas nos conociesen a Kate y a mí de vista. En cuanto nos vieron cruzar el cordón policial empezaron a acosarnos.

—¡Eh, Kate, concédanos unos minutos!

—¡Díganos qué ha ocurrido!

—¿Es Rudolph el Caballero, doctor Cross?

—¿Qué ha pasado en Big Sur?

—¿Es éste el apartamento del asesino?

—No contestaré a ninguna pregunta ahora —dije sin dirigirme a nadie en concreto, agachando la cabeza para que no me fotografiasen en aquel estado.

—Yo tampoco —secundó Kate.

Los agentes nos dejaron entrar en el apartamento del doctor Rudolph. Varios compañeros de la sección pericial recorrían las habitaciones del lujoso ático.

Había tan pocos muebles en las habitaciones que daba la impresión de que allí no viviese nadie. Los sofás y los sillones estaban tapizados en piel. Y había pequeños objetos de decoración cromados y de mármol. Todo eran ángulos rectos, sin curvas. Los cuadros de las paredes eran modernos y algo deprimentes. Pinturas de Jackson Pollock y de Mark Rothko, y de otros pintores de estilo similar. Parecía un museo, aunque con demasiados espejos y superficies brillantes.

Tomé notas y procuré memorizarlo todo. Había algunos detalles interesantes: cubertería de plata y servilletas de hilo en los cajones de la cómoda del comedor, y servicio de café de porcelana.

El Caballero sabía cómo se ponía una mesa.

En el escritorio había papel de carta y sobres con filete plateado (siempre el Caballero), y encima de la mesa de la cocina, un ejemplar de la Enciclopedia de los vinos, de Hugh Jackson.

En un armario ropero pequeño, estrecho y muy ordenado, había una docena de caros trajes y dos esmóquines. Más que un armario parecía un templo para su ropa.

Nuestro misterioso Caballero.

Tras escudriñar el apartamento durante una hora y leer los informes redactados por los agentes locales, me acerqué a Kate. De momento, no tenían nada concluyente. A todos nos pareció increíble. Habían traído el mejor equipo de láser de Los Ángeles. Rudolph tenía que haber dejado algún rastro. Pero no lo había. Tampoco Casanova dejaba rastro alguno.

—Perdona… —le dije a Kate.

Llevaba una hora tan absorto en escudriñar el apartamento que apenas la había mirado.

Estábamos frente a una ventana que daba a Wilshire Boulevard y al Club Deportivo de Los Ángeles. Relucientes coches y gran profusión de focos rodeaban los dieciocho hoyos del campo de golf. Una valla publicitaria de Calvin Klein, intensamente iluminada, producía un desagradable contraste. En el anuncio se veía a una jovencita desnuda en un sofá. No aparentaba más de catorce años. «Obsesión —decía el anuncio—. For men».

—Es increíble, Alex —dijo Kate—. Parece una pesadilla. ¿De verdad no han encontrado nada?

—No —contesté mirando nuestra imagen reflejada en el cristal de la ventana—. También Rudolph comete crímenes «perfectos». Quizá los técnicos saquen alguna conclusión, comparando las fibras de sus ropas con las encontradas en los lugares de sus crímenes. Pero, por lo visto, Rudolph tiene mucho cuidado. Da la impresión de saber cómo trabajan los forenses.

—No me extraña. Se escriben continuamente libros que están al alcance de todos. Cualquier médico está en condiciones de entender las técnicas forenses, Alex.

No le faltaba razón. Yo pensaba lo mismo. Kate habría podido ser una buena detective. La noté agotada y me pregunté si tendría yo aspecto de estar tan agotado como ella.

—Ni lo pienses —me adelanté a decirle, por si acaso—. No voy a ir al hospital ahora —añadí sonriente—. Me temo que habremos de dar por terminada la noche aquí. Necesitamos dormir. Se nos ha escapado. Se nos han escapado los dos.