Un brillante destello gris azulado, procedente del océano, se filtró por la densa malla de ramas de secuoyas y de abetos.
Oía música de rock que atronaba desde la lenta caravana formada por los vehículos que nos precedían. Un collage musical impregnaba el aire: música pop que estuvo de moda treinta años atrás.
Otro destello del azul Pacífico me dio en los ojos. El sol poniente extendía su dorado resplandor por los abetales. Las golondrinas y las gaviotas sobrevolaban las frondas. De pronto, avisté la ancha franja de la autopista Pacific Coast.
¿Qué demonios se proponía Rudolph? No podía volver a Los Ángeles de aquella manera. ¿O estaba lo bastante loco como para intentarlo? Tarde o temprano tendría que detenerse para repostar. ¿Qué haría entonces?
En dirección norte, el tráfico por la autopista era muy fluido, pero muy denso en dirección sur. El Rover seguía a más de 100 km/h, una velocidad temeraria en las proximidades del ramal que enlazaba con la autopista.
Pero Rudolph seguía sin reducir la velocidad. Yo veía furgonetas familiares, descapotables, vehículos todoterreno… Otra febril noche de sábado en la costa norte californiana. Una noche febril que estaba a punto de serlo bastante más de lo habitual.
Estábamos ya a cincuenta metros de la autopista, y no sólo no había reducido la velocidad sino que la había aumentado. Yo tenía los brazos entumecidos y agarrotados. Y la boca seca de tanto respirar el humo de los tubos de escape. No sabía cuánto tiempo iba a poder seguir resistiendo allí arriba.
No obstante, de pronto creí adivinar lo que Rudolph se proponía hacer.
—¡Maldito cabrón! —grité como si pudiera oírme, a la vez que me aferraba aún con más fuerza a las barras del portaequipajes.
Rudolph había improvisado un plan de huida. Estaba ahora a menos de quince metros del tráfico de la autopista. Justo al llegar a la pronunciada curva del ramal de entrada, frenó en seco. Los neumáticos chirriaron de un modo sobrecogedor (especialmente sobrecogedor para mí).
—¡Reduce, imbécil! —gritó un barbudo que conducía una furgoneta multicolor.
¿A qué imbécil se refería?, me dije. ¿Al de arriba o al de abajo? Porque el de arriba, más que «reducir» lo que quería era parar.
El Rover mantuvo la estabilidad durante unos metros. Pero al momento empezó a colear, a izquierda y derecha. En cuestión de segundos, se formó un verdadero caos. Sonaban bocinas por todas partes. Los conductores y los pasajeros miraban atónitos el número circense del Rover y sus «ocupantes», por así decirlo.
Rudolph cometía una imprudencia tras otra a propósito. Quería que el Rover perdiese el control. Más que rechinar, los neumáticos parecían chillar como cerdos degollados.
¡Íbamos en dirección contraria y marcha atrás!
Nos estrellaríamos. Y nos íbamos a matar los dos. La imagen de Damon y de Jannie se me representó como en el fotograma de una película.
No tengo ni idea de a qué velocidad íbamos al chocar con una furgoneta de color gris plateado. Ni siquiera intenté seguir aferrado a las barras del portaequipajes. Me concentré en relajarme, prepararme para un inminente impacto, probablemente mortal.
Grité, pero mi grito quedó ahogado por los gritos de quienes presenciaron el aparatoso choque y por el clamoreo de las bocinas.
Salí catapultado del portaequipajes y remonté el vuelo hacia el río del tráfico, entre ensordecedores gritos y un concierto de bocinas. Volaba por la bruma adensada por el humo de los tubos de escape, en dirección a la franja que separaba la autopista del mar. Me detuvieron las ramas de un abeto, y mientras caía por las ramas inferiores, desgarrándome la piel, tuve la certeza de que el Caballero lograría escapar.