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Fui el primero en llegar o, por lo menos, eso creí. Cargué contra la puerta de madera de la parte de atrás de la cabaña, pero no cedió. Mi segunda embestida astilló el marco y la puerta se abrió entonces con un sordo crujido.

Pistola en mano, me asomé a la pequeña cocina y seguí por un estrecho pasillo que conducía a un dormitorio.

La rubia del Nepenthe estaba desnuda, acurrucada sobre el lado izquierdo, encima de una antigua cama metálica. El cuerpo estaba semicubierto de flores silvestres. Tenía las muñecas esposadas a la espalda. Se quejaba de dolor.

El Caballero se había esfumado.

Sonó un disparo en el exterior y luego varios más en rápida sucesión, como una traca.

—¡No lo maten! —grité saliendo a todo correr de la cabaña.

Todo el derredor era un caos. El Range Rover parecía un animal enloquecido. Dos de los agentes del FBI yacían en el suelo. Uno de ellos era Cosgrove. Los otros disparaban sin cesar al Range Rover. Una de las ventanillas reventó. La chapa parecía un colador. El todoterreno daba bruscos bandazos. Los neumáticos proyectaban una ascendente lluvia de polvo y grava.

—¡No lo maten! —volví a gritar.

Era tal la confusión que los agentes ni siquiera me miraron. Tal vez ni me oyesen. Corrí en perpendicular a la dirección del todoterreno, con la idea de salir al paso a Rudolph en el recodo que había antes del tramo asfaltado que enlazaba con la autopista.

Llegué al recodo justo en el momento en que el Rover cogía la curva haciendo rechinar los neumáticos. Un disparo de los federales reventó la ventanilla del lado del acompañante. ¡Maravilloso! ¡Ahora me disparaban a mí también!

Agarré la manecilla de la puerta del Rover y tiré con fuerza. No se abrió. Rudolph pisó el acelerador, pero no me solté. El Rover dio un bandazo, todavía en el tramo de grava. Aquello me permitió agarrarme al portaequipajes con la mano izquierda y auparme al techo del vehículo.

Al llegar al tramo asfaltado, Rudolph aceleró y, a menos de cien metros, frenó en seco.

Yo ya contaba con ello y, por consiguiente, no me pilló desprevenido. Pegué la cara a la chapa metálica, que aún estaba caliente, tras varias horas bajo el sol en el descubierto parking del Nepenthe. Me aferré al portaequipajes con todas mis fuerzas.

No iba a bajar de allí a menos que explotase el vehículo. Aquel canalla había matado, por lo menos, a seis mujeres en los alrededores de Los Ángeles. Tenía que averiguar si Naomi seguía con vida. Además, Rudolph conocía a Casanova.

Rudolph dio otro acelerón. El motor rugía como si compartiese la rabia de su conductor por no poder deshacerse de mí. Iba haciendo eses.

Los árboles y los viejos postes del tendido telefónico parecían abalanzarse sobre mí a toda velocidad: pinos, secuoyas y sicómoros formaban dos caleidoscopios laterales. Sentí vértigo. Tuve que hacer acopio de toda mi energía para no soltarme de las barras del portaequipajes.

Rudolph conducía a una velocidad temeraria por la sinuosa carretera. Iba a más de 130 km/h pese a que rebasar los 80 km/h ya era un serio peligro.

Los agentes del FBI (los que quedaban) no habían podido alcanzarlo. Era imposible, ya que habrían tenido que correr a sus vehículos, que estaban bastante más lejos de la cabaña que el Rover. Debíamos de llevarles varios minutos de delantera.

Otros coches nos rebasaron a medida que nos acercábamos a la autopista Pacific Coast. Los conductores nos dirigían miradas de asombro. Me pregunté qué debía de pensar Rudolph, porque ya no le hacía dar bandazos al vehículo con la idea de hacerme salir despedido del portaequipajes. ¿Qué opciones tenía? Lo que más me preocupaba era lo que planease hacer a continuación.

Estábamos provisionalmente uno a merced del otro, aunque uno de los dos no tardaría en perder. Will Rudolph había actuado siempre con suficiente inteligencia para que no lo atrapasen. Debía de confiar en que tampoco esta vez lograrían detenerlo. Sin embargo, yo no acertaba a comprender cómo pensaba librarse.

Oí el sordo ruido del motor diesel de una furgoneta y vi que la parte trasera del vehículo se precipitaba hacia nosotros. Pero con un medido golpe de volante, Rudolph la esquivó y la rebasamos como una exhalación.

Se veía muy poco tráfico en dirección contraria a medida que nos acercábamos a la N-l. Casi todos eran jovencitos que iban a divertirse por los alrededores. Varios señalaban hacia el Rover, seguramente pensando que se trataba de una broma. Algún «carroza» harto de tequila o algún joven atiborrado de pastillas. Y no era para menos pensar así, viendo a un tipo en el portaequipajes de un Rover que iba a más de 130 km/h.

¿Qué demonios pensaría hacer Rudolph?

El doctor no reducía la velocidad. Los motoristas que circulaban por el carril contrario tocaban furiosamente la bocina. Sin embargo, nadie hizo nada para detenernos. ¿Qué podían hacer? ¿Y qué podía hacer yo?

Seguir aferrado a las barras del portaequipajes y… rezar.