—¿Qué hace Cross? —le preguntó el agente Asaro a su compañero.
Estaban ambos en el espeso bosque, al otro lado de la cabaña de Big Sur. A Asaro la cabaña le recordó el primer álbum de The Band, «Music from Big Pink». No le hubiese extrañado que, de un momento a otro, surgiesen de la bruma hippies e «hijas de las flores».
—Puede que Cross sea un voyeur, Johnny. ¿Qué coño quieres que sepa yo? Es un guru, un psicoanalista. Y uno de los hombres de confianza de Kyle Craig —dijo Ray Cosgrove encogiéndose de hombros.
—¿Significa eso que puede hacer lo que se le antoje?
—Probablemente —admitió Cosgrove volviendo a encogerse de hombros. Había sido testigo de demasiados «tratos especiales» desde que estaba en el FBI para escandalizarse—. Por lo pronto, nos guste o no, tiene las bendiciones de Washington.
—Odio Washington con tan arrebatada pasión, que dudo de que se extinga nunca —soltó Asaro.
—Todo el mundo odia Washington, Johnny. En segundo lugar, te confesaré que Cross me parece un gran profesional. No es de los que sólo pretenden colgarse medallas. Y en tercer lugar —prosiguió Cosgrove, que era mayor y tenía más experiencia que su compañero—, lo más importante: no tenemos ninguna prueba concluyente de que el doctor Rudolph sea el escurridizo asesino que buscamos. De lo contrario, ya habríamos llamado a la policía de Los Ángeles, al Ejército, a la Armada y a los marines.
—Puede que la difunta Beth Lieberman cometiese un error al archivar su nombre en el ordenador.
—Está claro que algún error cometió, Johnny. A lo mejor, su intuición le falló.
—¿Y si Will Rudolph hubiese sido su amante, y no hubiera hecho más que juguetear con su nombre?
—Lo dudo. De todas maneras, es una posibilidad —dijo Cosgrove.
—Así que hemos de dedicarnos a vigilar al doctor Rudolph y a observar cómo el doctor Cross vigila a su vez al doctor Rudolph, ¿no? —comentó el agente Asaro.
—Ya veo que lo captas.
—Puede que el doctor Cross y la doctora McTiernan nos proporcionen un poco de diversión.
—Bueno… en estas cosas nunca se sabe —dijo sonriente Raymond Cosgrove, quien tenía la sensación de que no hacían más que dar palos de ciego, pero no sería la primera vez.
Se trataba de un caso tan importante como desagradable. Se había convertido en un caso federal, y cualquier pista sería seguida sin desmayo. Dos asesinos en serie, que colaboraban de costa a costa, era como para movilizar a todos los agentes. De modo que él, Asaro y otros dos compañeros del FBI merodearían por los bosques del Big Sur durante la noche, hasta la madrugada si era necesario. Vigilarían la cabaña de un cirujano plástico de Los Ángeles que podía ser un asesino pero, también, sólo un cirujano.
Observarían a Alex Cross y a la doctora McTiernan y aventurarían opiniones acerca de ambos. Sin embargo, Cosgrove no estaba de humor para nada de todo aquello. Por otro lado, el caso era muy importante. Por consiguiente, si detenía al Caballero podía verse convertido en un héroe. Y si lo llevaban a la pantalla, pediría que lo encarnase Al Pacino, todo un especialista en personajes de origen hispano, ¿verdad?