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El doctor Will Rudolph giró por un desigual camino de tierra y gravilla que apenas se veía desde la carretera.

Estaba agachado dentro del Rover recogiendo quién sabe qué del asiento trasero. Le dirigió una fría e inquisitiva mirada a nuestro coche al verlo pasar.

Seguí por la carretera asfaltada, flanqueada por retorcidas ramas que le daban un lóbrego aspecto. A poco menos de un kilómetro, después de una pronunciada curva, reduje la velocidad y me detuve en la cuneta. Una señal indicaba «curvas peligrosas».

—Se ha detenido frente a una cabaña —les comuniqué a los federales a través de la radio—. Ha bajado del Rover y va a pie.

—Lo hemos visto. Lo tenemos, Alex —contestó John Asaro—. Estamos al otro lado de la cabaña, que parece estar a oscuras. Pero… ahora enciende las luces. Tierra grande del sur, llamaron los españoles a esta región cuando llegaron. Un bonito lugar para cazar a ese cabrón.

Kate y yo bajamos del coche. Ella estaba un poco pálida, y no era de extrañar. Debíamos de estar a unos 7 °C, o incluso menos. El aire que llegaba de la montaña era cortante. Kate temblaba, pero no sólo de frío.

—Pronto lo atraparemos —le dije—. Empieza a cometer errores.

—Podría ser otra casa de los horrores. Tenía usted razón —me dijo ella con voz queda. Miraba con fijeza hacia adelante. No la había visto nunca tan inquieta desde que hablé por primera vez con ella en el hospital—. Tengo la misma sensación que allí, Alex… Casi idéntica. Es horrible. No soy muy valiente, ¿verdad?

—Si he de serle sincero, Kate, tampoco yo me siento muy valiente en estos momentos.

La densa bruma parecía prolongarse sin solución de continuidad. Se me hizo un nudo en el estómago al adentrarnos por la espesa vegetación, en dirección a la cabaña. El viento aullaba entre las copas de las secuoyas y de los abetos.

—¡Mierda! —musitó Kate a modo de definición de la nochecita que hacía.

—Eso como mínimo —ironicé.

Tierra grande del sur… a las tres de la madrugada. Rudolph había elegido un lugar tan solitario que parecía estar en el más remoto confín de la Tierra. También Casanova tenía una casa en el corazón de un bosque, en el sur. Una casa «fantasma» en la que coleccionaba jóvenes mujeres.

—Pensé en el siniestro «diario» de Los Angeles Times. ¿Y si aquellos psicópatas habían trasladado a Naomi allí, o a cualquier otro lugar semejante de las inmediaciones? Me detuve. El sonido de las campanillas del porche, agitadas por el viento, sobrecogía en aquellas circunstancias. La cabaña estaba pintada de rosa, con las puertas y las ventanas blancas. Parecía una apacible casita de veraneo.

—Nos ha dejado una luz encendida —musitó Kate detrás de mí—. Recuerdo que Casanova solía poner música «rockera» cuando estaba en la casa.

Me percaté de que le resultaba doloroso volver a pensar en su secuestro, tener que revivirlo.

—¿Le recuerda algo esa cabaña? —le pregunté.

Yo trataba de serenarme, de prepararme por si teníamos que enfrentarnos a Casanova.

—No. Sólo la vi por dentro, Alex. Confiemos en que no desaparezca.

—La verdad es que, en estos momentos, confío en muchas cosas. Añadiré ésa a mi lista.

La cabaña tenía forma de A y, probablemente se había construido como casa de verano o segunda residencia para los fines de semana. A juzgar por su aspecto, debía de tener tres o cuatro dormitorios.

Cuando ya estábamos bastante cerca desenfundé mi Glock, un arma concebida para las grandes ciudades, porque pesaba apenas medio kilo, cargada, y se podía ocultar con facilidad.

Kate me siguió hacia un claro que hacía las veces de patio trasero de la cabaña. Había dos luces encendidas. Una era la del porche delantero. La otra estaba en la parte trasera de la cabaña, y hacia allí me encaminé. Le indiqué a Kate con un ademán que no se moviera de donde estaba.

«Este tipo podría ser realmente el Caballero —me alerté—. Tómatelo con calma. También podría ser una trampa. Aquí podría ocurrir cualquier cosa. No cabe aventurar nada de ahora en adelante».

Miré por la ventana de un dormitorio. Yo estaba a menos de diez pasos de la cabaña y, probablemente, del asesino en serie que aterrorizaba la costa Oeste del país.

Y entonces lo vi.

El doctor Will Rudolph paseaba de un lado a otro del pequeño dormitorio de paredes de madera. Hablaba solo. Parecía muy nervioso. Se abrazaba con fuerza. Al acercarme más, advertí que sudaba profusamente. No daba la impresión de encontrarse muy bien. La escena me recordó a las «habitaciones tranquilas» de los hospitales psiquiátricos, en las que, a veces, se instala a los pacientes para que se desahoguen de sus problemas y de sus erráticas emociones.

De pronto, Rudolph le gritó a alguien… Pero no había nadie más en el dormitorio.

Estaba rojo como un tomate y seguía gritándole enfurecido a… nadie. No había nadie.

Más que gritar, vociferaba. Parecía que fuesen a estallarle las venas. Verlo en aquel estado me estremeció y empecé a retroceder lentamente.

Aún podía oír su voz. Sus palabras retumbaban en mis oídos:

—¡Maldito Casanova! ¡Kiss the girls! ¡Kiss the girls tú mismo de ahora en adelante!