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Se habían establecido dos turnos de vigilancia de doce horas, de ocho a ocho.

Cabía la posibilidad de que el doctor Will Rudolph no fuese el Caballero. La periodista de Los Angeles Times, Beth Lieberman, quizá se equivocó. Pero ya nada podían preguntarle.

Kate y yo estuvimos charlando acerca de unos Lakers sin Magic Johnson ni Kareem; del más reciente álbum de Aaron Neville; de la relación matrimonial entre Hillary y Bill Clinton, y de qué facultad de medicina era mejor, la del John Hopkins o la estatal de Carolina del Norte.

Seguía notando entre nosotros unas extrañas vibraciones. Había sometido a Kate McTiernan a informales sesiones de terapia y, en una ocasión, la hipnoticé. Yo era consciente de mi temor a que prendiese la llama entre nosotros. ¿Por qué? Ya era hora de rehacer mi vida, de superar la pérdida de mi esposa. Sin embargo, tiempo atrás, creí haber establecido una prometedora relación con una mujer llamada Jezzie Flanagan, que terminó por dejar en mí un vacío que no me sentía con ánimo para llenar.

Kate y yo hablamos luego de temas más cercanos a nuestros sentimientos. Me preguntó por qué rehuía yo las relaciones afectivas (porque mi esposa había muerto; porque mi última relación había fracasado; porque tenía dos hijos). Y yo le pregunté por qué recelaba de las relaciones profundas (temía morir de cáncer como sus hermanas; que una hipotética pareja muriese o la abandonase…; por temor a seguir perdiendo a seres queridos).

—Tal para cual —dije meneando la cabeza.

—Quizá a ambos nos aterre perder de nuevo a un ser querido. Pero quizá sea preferible amar y perder, que vivir con temor.

Antes de que nos diese tiempo a adentrarnos por tan espinosos derroteros, vimos salir al doctor Will Rudolph. El reloj del salpicadero marcaba las 10.20 h.

Rudolph vestía completamente de negro, como si fuese a una fiesta de compromiso, con un blazier, jersey de cuello de cisne, pantalones ceñidos y botas. Subió a un Range Rover blanco en lugar de al BMW. Parecía recién salido de la ducha. Probablemente habría dado una cabezada. Lo envidiaba.

—El doctor de negro —dijo Kate con una irónica sonrisa—. ¿Vestido para matar?

—Quizá vaya a cenar con alguien. No es una idea muy tranquilizadora. Posiblemente primero cene con ellas y luego las mate.

—Lo que podría darnos la oportunidad de sorprenderlo en su apartamento. Menudo canalla. Menudo par de monstruos andan sueltos.

Puse en marcha el coche y fuimos tras Rudolph. No me pareció que nos siguiera ningún vehículo de apoyo del FBI, pero estaba seguro de que tenía que haberlo.

Los federales no le habían facilitado la menor información sobre el caso a la policía de Los Ángeles. Era un juego peligroso, pero bastante habitual en el FBI. Los federales se consideraban los mejores para cualquier servicio policial, y la suprema autoridad. Habían decidido que aquello era una ola de crímenes de ámbito nacional y que, por lo tanto, era de su exclusiva competencia. Alguien del FBI tenía un interés muy especial en aquel caso.

—Los vampiros siempre cazan de noche —dijo Kate mientras cruzábamos Los Ángeles en dirección sur—. Ésa es la impresión que da. Un personaje que parece sacado de los horrores de Bram Stoker.

—Es un monstruo. Sólo que él se ha creado a sí mismo. Igual que Casanova. Es otra de las similitudes que hay entre ambos. Bram Stoker y Mary Shelley no hacían sino escribir sobre monstruos humanos que merodeaban por el mundo. Ahora, en cambio, tenemos psicópatas empeñados en hacer reales sus más viles fantasías. ¡Qué país!

—Pues… ya sabe: ámalo o déjalo —ironizó Kate.

Al principio de mi carrera en el cuerpo, cumplí con tantos servicios de vigilancia como para acabar harto. Y me «doctoré» en vigilancia durante el caso Soneji/Murphy. Tenía que reconocer que los federales californianos no lo hacían nada mal.

Los agentes Asaro y Cosgrove se comunicaron con nosotros por radio en cuanto volvimos a arrancar. Formaban la unidad de seguimiento de Will Rudolph. Pero seguíamos sin saber si el doctor Rudolph era el Caballero. No teníamos pruebas. Aún no podíamos hacer nada contra él.

Al llegar a Sunset Drive, el Range Rover de Rudolph siguió hacia el enlace con la autopista Pacific Coast. Luego, enlazó con la N-l. Reparé en que ponía mucho cuidado en no rebasar el límite de velocidad dentro del área metropolitana de Los Ángeles. Pero en cuanto hubo rebasado la divisoria, pisó a fondo.

—¿Adónde puñeta va a tal velocidad? Voy a echar hasta la primera papilla —confesó Kate.

—Ir a esta velocidad de noche asusta a cualquiera. En fin, no tendré más remedio que seguirlo, pero con cuidado.

Daba la impresión de que estuviésemos «a solas» con él. ¿Adónde iba? ¿De caza? Si se ajustaba a su hipotético modus operandi, iría a matar a alguien. Tenía que estar furioso.

Resultó ser un largo trayecto. Las estrellas iluminaban la noche californiana. Seis horas después aún íbamos por la N-l. El Range Rover se detuvo al fin frente a una señal de madera que, entre otros lugares, indicaba el Parque Estatal Big Sur.

Como para confirmar que estábamos realmente en Big Sur, pasamos frente a una vieja camioneta en cuyo parachoques había un adhesivo que decía: «Vean el colapso industrial».

—Vean al doctor Will Rudolph fulminado por un infarto —masculló Kate.

Miré el reloj al dejar la autopista.

—Son más de las tres. A este paso, se le va a hacer tarde a nuestro Caballero para crearse serios problemas esta noche —dije, confiando en que así fuese.

—Esto podría probar que es un vampiro —musitó Kate, que llevaba horas con los brazos cruzados, visiblemente tensa—. Va a dormir en su féretro favorito.

—Exacto. Y entonces le clavaremos una estaca en el corazón.

Estábamos medio adormencidos. Yo me tomé una aspirina durante el trayecto, pero Kate la rechazó. Dijo que le habían administrado tantas drogas que sentía aprensión ante la más inofensiva de las pastillas.

Llegamos a un cruce en el que había numerosas señales: Point Sur, Pfeiffer Beach, Big Sur Lodge, Ventana, Esalen Institute.

Will Rudolph enfiló en dirección a Big Sur Lodge, Sycamore Canyon y Bottchers Gap Campgrounds.

—Confiaba en que fuese hacia Esalen —ironizó Kate—. Así aprendería a meditar, a olvidarse de su empanada mental o, por lo menos, a comérsela él sólito.

—¿Qué diantre debe de querer hacer esta noche? —me pregunté en voz alta.

¿Qué se proponían él y Casanova? No acertaba a comprenderlo.

—Acaso su escondrijo esté aquí en este bosque, Kate —aventuré—. Puede que tenga una casa de los horrores como Casanova.

Volví a pensar en el síndrome de los gemelos. Cada vez lo veía más lógico. Debían de apoyarse. Pero ¿dónde se reunían? ¿Salían juntos de caza? Sospeché que sí.

El blanco Range Rover caracoleaba por una sinuosa carretera secundaria. Viejas y umbrías secuoyas se alzaban a ambos lados de la autopista. Una pálida luna llena parecía seguir al Rover.

Dejé que me ganase un poco más de delantera… hasta perderlo de vista. Los enormes abetos parecían huir de nosotros por ambas cunetas. Los faros iluminaron una gran señal de color amarillo brillante: «Firme muy peligroso. Impracticable con lluvia».

—¡Está ahí mismo, Alex! —exclamó Kate demasiado tarde—. ¡Se ha detenido!

El Caballero fulminó con la mirada nuestro coche cuando rebasamos su Range Rover.

Nos había visto.