En todo servicio de vigilancia se combatía el tedio charlando de banalidades. Ya estaba acostumbrado.
Sampson y yo solíamos citar un dicho acerca de la vigilancia policial: ellos consuman el delito y nosotros nos consumimos vigilando.
—¿Cuánto puede ganar ejerciendo con éxito la medicina en Beverly Hills, Kate? —le pregunté a mi improvisada compañera de servicio.
Aún seguíamos vigilando el parking del doctor en Cedars-Sinaí. No podíamos hacer otra cosa que no quitarle ojo al BMW de Rudolph y aguardar, y charlar como dos viejos amigos frente a un portal de Washington.
—Debe de cobrar entre ciento cincuenta y doscientos dólares la visita. Lo cual nos puede llevar a la bonita cifra de quinientos o seiscientos mil dólares al año. Eso sin contar con las operaciones, Alex.
Meneé la cabeza con incredulidad y me froté el mentón con la palma de la mano derecha.
—Tendré que volver a ejercer la medicina privada. Mis hijos necesitan zapatos nuevos.
—Los echa usted de menos, ¿verdad, Alex? —dijo Kate sonriente—. Habla usted muy a menudo de ellos. De Damon y de Jannie.
—Sí, desde luego —reconocí, también sonriente.
Kate se echó a reír. Me gustaba hacerla reír. Pensé en las agridulces historias que me contó acerca de sus hermanas, en especial de su gemela Kristin. La risa es una buena medicina.
El negro BMW seguía allí; resplandecía bajo el sol de California.
«La vigilancia agota —pensé—, aunque se haga bajo un espléndido cielo californiano».
Kyle Craig me daba mucha «cancha» aquí en Los Ángeles (mucha más de la que tenía en el sur). Y también a Kate, aunque por algo lo hacía. Aplicaba la vieja máxima del quid pro quo. Kyle quería que yo interrogase al Caballero cuando lo detuviesen, y esperaba que lo informase de todo. Intuí que Kyle pretendía reservarse la detención de Casanova.
—¿De verdad cree que ambos asesinos compiten entre sí? —me preguntó Kate.
—Desde el punto de vista psicológico, tiene cierta lógica —le contesté—. Puede que sientan la necesidad de superar al otro. El «diario» del Caballero sería su manera de decir: ¿lo ves? Soy mejor que tú. Más famoso. Aunque la verdad es que aún no lo tengo claro. Confiarse sus fechorías puede ser para ellos más una diversión que un deseo de comunicarse. A ambos les gusta que los exciten.
—¿No le hace sentirse como si también usted fuese un canalla al imaginar todo esto? —quiso saber Kate mirándome a los ojos.
—Bueno… pues por eso quiero detener a esos dos criminales, para dejar de sentirme así.
Al cabo de un rato, vimos salir a Rudolph. Eran casi las dos de la tarde. Se dirigió directamente a su consulta privada de North Bedford, al oeste de Rodeo Drive.
La mayoría de los pacientes que visitaba allí eran mujeres. El doctor Rudolph era un especialista en cirugía plástica y, como tal, podía crear y modelar. Las pacientes confiaban en él y, efectivamente, todas sus pacientes… lo elegían.
En torno a las siete, seguimos a Rudolph hacia su casa. Seiscientos mil dólares al año, pensé. Era más de lo que podía ganar yo en una década. ¿Era lo que necesitaba ganar para ser el Caballero de la Muerte? ¿Sería también Casanova alguien con grandes medios económicos? ¿Era también médico? ¿Sería así como cometían sus crímenes «perfectos»?
Estas y otras preguntas martilleaban una y otra vez en mi cabeza.
Saqué una ficha que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Había empezado a llevar una breve lista de características de Casanova y del Caballero.
Casanova Coleccionista Harén Artista, organizado Diferentes máscaras. ¿Para representar estados de ánimo o personajes? Asegura «amar» a sus víctimas Me conoce ¿Compite con Gary Soneji? ¿Compite con el Caballero de la Muerte? |
Caballero Deja flores. ¿Símbolo sexual? Muy violento y peligroso Bellezas de todas clases Muy organizado Crímenes «no artísticos» Médico Frío e impersonal como un matarife, un carnicero Ansia reconocimiento y fama Posiblemente rico Vive en un ático Graduado en Duke en 1986 Criado en Carolina del Norte |
Seguí reflexionando sobre la conexión entre Rudolph y Casanova mientras Kate y yo paseábamos nerviosamente frente al apartamento. Pensé en uno de los estados mentales descritos por la psicología: el llamado síndrome G (síndrome de los gemelos). Ahí podría estar la clave. El síndrome G podría explicar la extraña relación entre los dos monstruos. Aquel síndrome lo causaba el apremiante impulso de vincularse, por lo general entre dos personas solitarias, y una vez vinculadas se convertían en un «todo»; se hacían tan interdependientes que llegaban a obsesionarse. Y a veces, como ocurría en la realidad, los gemelos competían entre sí.
El síndrome G era como una adicción al emparejamiento. Como pertenecer a una secta secreta. Formada por sólo dos personas y sin contraseñas de acceso. En su forma negativa, se caracterizaba por la fusión de dos personas para satisfacer necesidades enfermizas.
Se lo comenté a Kate que, como gemela, debía de tener una opinión formada al respecto.
—A menudo, en la relación entre gemelos, domina uno de ellos. ¿Fue éste el caso entre usted y su hermana?
—Probablemente, yo fuese la figura dominante respecto de Kristin —contestó Kate—. Yo sacaba mejores notas en el colegio y era un poco mandona. En el instituto incluso me llamaban «chula». Y cosas peores, la verdad.
—La figura dominante puede asumir un rol semejante, debido a su conducta, al del modelo del varón tradicional —le dije a Kate de «médico a médico»—. Pero la figura dominante puede no ser la más hábil en cuanto a capacidad manipuladora.
—Como puede imaginar, he leído un poco acerca de este fenómeno —comentó Kate sonriente—. El síndrome G crea una poderosísima estructura vinculante que da lugar a comportamientos muy complejos. Es algo así, ¿no?
—En efecto, doctora McTiernan. En el caso del Caballero y de Casanova, se apoyarían mutuamente. Ésa podría ser la razón de que actúen con tal precisión. Crímenes perfectos. Ambos poseen mecanismos de apoyo emocional muy eficaces.
Pero… ¿cómo se habían conocido?, me preguntaba yo una y otra vez. ¿En Duke? ¿Habría estudiado Casanova también allí? Tendría lógica. También me recordó el caso Leopold-Loeb de Chicago. Dos chicos muy listos, excelentes, que se entregaban a cometer actos prohibidos. Compartían ideas perversas y sucios secretos, porque se sentían solos y no tenían a nadie más con quien poder hablar… es decir, el síndrome G en su versión más destructiva.
¿Estaría allí el principio de la solución del rompecabezas?, me pregunté. ¿Habían establecido una relación de «mentes gemelas» el Caballero y Casanova? ¿Colaboraban? ¿Qué sentido podía tener para ellos su siniestro juego? ¿En qué consistía, en realidad?
—Vamos a aguarles la fiesta a esos canallas —dijo Kate, segura de que yo estaba tan dispuesto como ella a luchar, a retirar de la circulación a los dos monstruos.