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Seguimos al doctor Will Rudolph hasta su lujoso ático de Beverly Comstock.

El FBI tenía su dirección exacta, pero no se la habían facilitado a la policía de Los Ángeles. La tensión y la decepción se podían palpar en el interior de nuestro vehículo. El FBI estaba jugando a un peligroso juego: dejar al margen a la policía de Los Ángeles.

Dejé el servicio de vigilancia hacia las once. Rudolph llevaba dentro más de cuatro horas. Tenía la cabeza como un bombo. Yo seguía con mi horario de la costa Este. Para mí eran las dos de la madrugada y estaba muerto de sueño.

Los agentes del FBI me prometieron llamar si se producía alguna novedad o si el doctor Rudolph volvía a salir de caza aquella noche. Lo de Melrose Avenue tenía que haberle sentado como un tiro y pensé que no tardaría en volver a la carga.

Si de verdad se trataba del Caballero.

Me acompañaron en el coche hasta el hostal Holiday Inn de Sunset esquina Sepúlveda. Kate McTiernan también se hospedaba allí. El FBI la había trasladado en avión a California, porque ella sabía de Casanova más que cualquiera de los agentes asignados al caso. Había sido secuestrada por aquel canalla y vivía para contarlo. Kate podría identificar al asesino, si Casanova y el Caballero eran la misma persona. Había pasado casi todo el día hablando con los agentes en la oficina del FBI en Los Ángeles.

Su habitación estaba unas puertas más allá de la mía. Era la número 26. Llamé con los nudillos y me abrió sin demora.

—No podía dormir. Y me he levantado a esperar —dijo ella—. Cuénteme qué ha ocurrido.

Supongo que debió de verme cara de circunstancias, tras el fracasado intento.

—Por desgracia, no ha ocurrido nada —le dije a modo de resumen y conclusión.

Kate asintió con la cabeza, como si esperase más detalles. Llevaba un top azul celeste, unos shorts de color caqui y unas chinelas amarillas. Era obvio que estaba desvelada y… pasada de revoluciones. Me alegró verla, aunque fuese a las dos y media de la madrugada, después del inútil servicio.

Entré y hablamos de la operación de vigilancia que había montado el FBI en Melrose Avenue. Le conté que habíamos estado muy cerca de echarle el guante al doctor Will Rudolph. Recordaba cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos.

—Se expresa como un perfecto caballero. Y sus modales son también de todo un caballero… hasta que la rubia lo enfureció.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Kate, que ardía en deseos de ayudar.

Me hacía cargo, porque, después de haberla traído a toda prisa desde Los Ángeles, los federales la habían dejado enclaustrada en el hostal.

—Imagino cómo se siente, Kate. He hablado con ellos. Mañana vendrá usted conmigo. Probablemente, por la mañana pueda verlo.

Kate asintió con la cabeza, pero noté que estaba dolida, contrariada por no haber podido intervenir aún.

—Creo que será mejor que durmamos. Y mañana será otro día. Acaso un gran día.

—Sí. Mañana puede ser un gran día, Kate.

—Ojalá —dijo ella sonriente—. Dulces sueños. Mañana le echaremos el guante a Jekyll y luego a Hyde.

Ya en mi habitación, me dejé caer en la cama y pensé en Kyle Craig. Había podido «venderles» mi poco ortodoxo estilo a sus compañeros del FBI porque en otras ocasiones había sido eficaz. Yo tenía la cabellera de un monstruo colgada de mi cinturón. Y no me ceñí al reglamento para conseguirla. Kyle entendía y respetaba los resultados. Y, en general, también los respetaba el FBI. Estaba claro que, en Los Ángeles, actuaban de acuerdo a sus propias reglas.

Antes de quedarme dormido, imaginé a Kate con sus pantalones cortos color caqui. Quitaban el sentido. Fantaseé con la idea de que saliese de su habitación, llegase frente a la mía y llamase a la puerta. «Esto es Hollywood», me dije. ¿No era así como sucedían las cosas en las películas?

Pero Kate no llamó a la puerta de mi habitación. Incluso para las fantasías de Clint Eastwood y Rene Russo hubiese sido demasiado.