Acababa de salir de Nativity con la rubia. Iban por Melrose Avenue.
Utilizábamos prismáticos para observar el increíble encuentro a través del adornado escaparate delantero de Nativity. Varios vehículos del FBI, camuflados y dotados de micrófonos direccionales, vigilaban al doctor Will Rudolph y a la rubia con la que acababa de salir de la tienda.
Era un servicio en el que sólo participaba el FBI. Ni siquiera habían avisado a la policía de Los Ángeles. Ni una palabra. Era bastante característico de las tácticas del FBI, aunque en esta ocasión, gracias a Kyle Craig, yo estaba en su equipo.
El FBI había querido hablar con Kate en Los Ángeles. Kyle dispuso lo necesario para que yo fuese también, después de ponerlo verde por haberme disuadido de ir a ver a Beth Lieberman.
Eran poco más de las cinco y media, una ruidosa y caótica hora punta de un exuberante y soleado día californiano. La temperatura era de unos 24 °C. Las pulsaciones en el interior de nuestro coche rondaban el infarto.
Al fin empezábamos a cercar a uno de los monstruos o, por lo menos, eso esperábamos. El doctor Will Rudolph se me antojaba una especie de moderno vampiro. Había pasado la tarde merodeando displicentemente por las tiendas más lujosas: Ecru, Grau, Mark Fox. Incluso las jovencitas congregadas frente a la hamburguesería Johnny Rocket, estilo años cincuenta, eran objetivos potenciales. Estaba claro que había salido de caza. Iba al acecho de carne fresca. Pero ¿era de verdad el Caballero de la Muerte?
Yo estaba con dos expertos agentes del FBI en el interior de una pequeña furgoneta, aparcada en una de las calles perpendiculares a Melrose Avenue. Nuestra radio estaba conectada a los sensibles micrófonos direccionales, instalados en dos de los otros cinco vehículos que seguían al sospechoso de ser el Caballero.
La función estaba casi a punto de empezar.
—Pues… yo también creo haber encontrado lo que necesito —le oímos decir a la rubia, que me recordaba a las preciosas estudiantes que Casanova había secuestrado en el sur.
¿Podía tratarse del mismo monstruo? ¿De un asesino de ámbito nacional, por así decirlo? ¿De un caso de doble personalidad?
Los expertos del FBI californianos creían tener la respuesta. En su opinión, era un mismo individuo el autor de aquellos «crímenes perfectos». En ninguno de los casos habían secuestrado o matado a dos mujeres el mismo día. Lamentablemente, se barajaba más de una docena de hipótesis acerca del Caballero y de Casanova. Y ninguna me convencía.
—¿Cuánto tiempo lleva en Hollywood? —oímos que la joven le preguntaba al Caballero, en un tono seductor y sensual.
Era obvio que coqueteaba con él.
—Lo bastante para haber llegado a encontrarla —dijo él de forma cortés, apoyando ligeramente su mano derecha en el codo izquierdo de la rubia.
¿Era el Caballero? No tenía pinta de asesino, pero sí se parecía al Casanova que Kate McTiernan describió. Era muy apuesto, sin duda atractivo para las mujeres, y además era médico. Tenía los ojos azules, del mismo color que Kate le vio a Casanova bajo la máscara.
—Con esa planta, el muy cabrón puede ligarse a la tía que quiera —me dijo uno de los agentes del FBI.
—Pero no para hacer lo que él quiere hacer con ella —le contesté.
—Ésa es la cuestión.
El agente, John Asaro, era de origen mexicano. Ya calveaba, pero tenía un poblado mostacho. Debía de tener casi 50 años. El otro agente se llamaba Raymond Cosgrove. Eran buenos elementos, profesionales del FBI de alto nivel. Kyle Craig no me estaba tratando nada mal.
Yo no podía apartar la vista de Rudolph y de su rubio «ligue». Ella acababa de señalar hacia un Mercedes negro, que llevaba la capota bajada. En aquel lado de la acera había otras famosas tiendas: Eyeworks, Gallay Melrose… Una llamativa valla publicitaria, en la que se veían unas botas vaqueras de más de dos metros de altura, enmarcaba su melena rubia agitada por el viento.
Los escuchábamos mientras hablaban en la bulliciosa calle. Los micrófonos direccionales lo captaban todo. Ninguno de los agentes que iban en los vehículos hacía el menor ruido.
—Ese coche de ahí es el mío, el deportivo. Y la pelirroja del asiento del acompañante es mi… novia. ¿De verdad creía que iba a ligárseme así por las buenas? —le dijo la rubia, que hizo castañetear los dedos, y los brazaletes resonaron casi en pleno rostro de Rudolph—. ¡Anda y no me taladres más, imbécil!
—¡Joder! ¡Cómo se ha quedado con él! ¡Cojonudo! Esto sólo puede pasar en Los Ángeles —exclamó John Asaro.
Raymond Cosgrove golpeó el salpicadero con el carpo de la mano derecha.
—¡Qué cabrona! —dijo—. ¡Que se va! ¡Vuelve con él, cariño! Dile que era sólo una broma.
Casi lo teníamos. Me ponía enfermo pensar que pudiera escapársenos. Tenía que atraparlo haciendo algo ilegal, pues, de lo contrario, no podríamos detenerlo.
La rubia cruzó Melrose Avenue y subió al negro y reluciente Mercedes. Su amiguita era pelirroja y llevaba el pelo corto. Sus largos pendientes de plata reflejaban la luz del sol. La mujer se inclinó y besó a su novia.
El doctor Will Rudolph no parecía enfadado. Seguía en la acera con las manos en los bolsillos de su blazier, tan tranquilo. Inexpresivo. Como si nada hubiese ocurrido. ¿Sería ésa la máscara del Caballero?
Las amantes del descapotable saludaron con la mano al pasar con el Mercedes frente a él. Rudolph correspondió al saludo desenfadadamente y se encogió de hombros.
—Ciao, jovencitas —lo oímos musitar a través de los micrófonos—. Me gustaría haceros picadillo y echaros a las gaviotas de Venice Beach. Pero… no desesperéis, imbéciles bolleras, que no olvidaré la matrícula de vuesas Mercedes.