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Había sido un caballero del sur. Un erudito. Y ahora era el más refinado caballero de Los Ángeles.

Siempre un caballero; un personaje de novela rosa.

El anaranjado sol describía su larga y lenta curva hacia el océano Pacífico. El doctor William Rudolph se maravilló al verlo mientras paseaba por la Melrose Avenue de Los Ángeles.

Aquella tarde iba «de compras», embebiéndose de todo lo que veía y oía, de la febricitante actividad consumista de las inmediaciones.

El ambiente de la calle le recordó una expresión de un autor de novelas policíacas (tal vez fuese Raymond Chandler, pero no estaba seguro): California, esos grandes almacenes. Le cuadraba a la perfección.

La mayoría de las mujeres atractivas en las que se fijaba tenían entre 20 y 25 años. Acababan de salir de sus embrutecedores empleos en el mundo de las agencias publicitarias, asesorías financieras y bufetes de abogados de los alrededores de Century Boulevard. Muchas llevaban tacón alto, minifaldas o ajustadísimos vestidos.

Escuchaba el sensual frufrú de la seda, el marcial taconeo de los zapatos de diseño y de camperas que costaban más que todo lo que Wyatt Earp ganó en su vida.

Empezaba a ponerse cachondo. Estaba enervado.

Deliciosamente enervado.

En California se vivía bien. Eran los grandes almacenes de sus sueños.

Los prolegómenos de su elección era lo que más le gustaba. La policía de Los Ángeles seguía desconcertada con él. Quizá algún día lo descubriesen todo, pero no era probable. Lo hacía muy bien. Era el Jekyll y Hyde de su tiempo.

Mientras paseaba entre La Brea y Fairfax, aspiraba la fragancia del almizcle y de los fuertes perfumes florales, un aire impregnado de aromas a manzanilla y limón. También los bolsos y las faldas de piel desprendían una especial fragancia.

Era todo como una gigantesca broma, pero la adoraba. Era una ironía que aquellas encantadoras zorras californianas se burlasen y lo provocasen, como se burlaban y provocaban a la gente.

Él era el encantador muchachito de pelo alborotado que merodeaba por los estantes de la confitería, ¿verdad? ¿Qué prohibidos bomboncitos iba a elegir aquella tarde?

¿Aquella joven majadera con tacones rojos y sin medias? ¿La Juliette Binoche de aquel pobre hombre? ¿Aquella provocadora del vestido estampado?

Varias de aquellas mujeres le dirigieron miradas de aprobación al doctor Will Rudolph al entrar y salir de sus tiendas favoritas: Exit I, Leathers and Treasures, La Luz.

Rudolph era extraordinariamente apuesto, incluso comparándolo con los más atractivos actores de Hollywood.

Se parecía a Bono, el cantante del grupo irlandés de rock U2. En realidad, tenía el mismo aspecto que habría tenido Bono de haber elegido triunfar como médico en Dublin o en Cork, o allí mismo en Los Ángeles.

Y aquél era uno de los secretos más celosamente guardados por el Caballero: casi siempre eran las mujeres quienes lo elegían a él.

Will Rudolph entró en Nativity, una de las tiendas que estaban más de moda en Melrose. Nativity era el lugar idóneo para comprar un sujetador de diseño, una chaqueta de piel forrada de armiño o un reloj de pulsera Hamilton «antiguo».

Mientras observaba los gráciles y jóvenes cuerpos en la concurrida tienda, pensaba en las fiestas, los restaurantes y los almacenes más lujosos de Hollywood. La ciudad estaba a merced de su propia superficialidad.

Tenía muy claro lo que significaba el rango social. Por supuesto.

El doctor Will Rudolph era el hombre más poderoso de Los Ángeles.

Se refocilaba al pensar en la sensación de seguridad que le daba, en las confortadoras portadas de los periódicos que acaparaba y que le decían que existía de verdad, que no era un retorcido brote de su imaginación.

Pasó cerca de una irresistible muchacha de unos veinte años, rubia, muy elegante, que miraba con displicencia las joyas de Incan. Parecía consumida por el tedio. Era la más atractiva de las mujeres que estaban en aquellos momentos en Nativity.

Pero no fue eso lo que lo atrajo.

Era totalmente inaccesible. Acababa de enviarle una clara señal: Soy intocable. Quítatelo de la cabeza. Seas quien seas, eres indigno de mí.

Se crispó. De buena gana se hubiese puesto a gritar allí mismo.

¡Puedo tenerte! ¡Puedo tenerte! ¡Si supieras que soy el Caballero de la Muerte, no pensarías así!

La rubia tenía la boca carnosa y arrogante. Era consciente de no necesitar carmín ni sombra de ojos. Era estilizada y tenía cintura de avispa. Poseía la característica distinción sureña. Llevaba un descolorido chaleco de algodón, falda y mocasines. Su bronceado le daba un aspecto saludable.

Lo miró. «Te fulmina», pensó el doctor Will Rudolph.

¡Dios mío, qué ojos! Los quería para él. Le habría gustado jugar con ellos como si de cuentas de colores se tratase, llevarlos encima a modo de amuletos.

Lo que ella vio fue a un hombre alto y estilizado, un hombre interesante de poco más de 30 años. Era ancho de hombros y tenía complexión de atleta o de bailarín. Tenía el pelo castaño, recogido en coleta, y los característicos ojos azules de los irlandeses. Will Rudolph llevaba un blazier, camisa azul celeste, corbata a rayas blancas y azules y unas caras botas de Martens (las «indestructibles»). Irradiaba confianza en sí mismo.

Fue ella la primera en hablar. Era ella quien lo elegía a él, ¿no? Tenía los ojos de un intenso azul, profundos, serenos y sensuales.

—¿Acaso le ha molestado que no lo haya piropeado? —preguntó ella jugueteando con uno de sus pendientes de oro.

Rudolph se echó a reír, encantado con aquel maduro sentido del humor acerca del coqueteo. «Iba a ser una noche entretenida», pensó. Estaba seguro.

—Perdone. No suelo mirar con tanto descaro. O por lo menos, nunca me sorprenden mirando así —contestó él, que apenas podía contener la risa.

Tenía la risa fácil. Era una moderna herramienta del oficio, sobre todo en Hollywood, Nueva York, París: sus cotos de caza predilectos.

—Por lo menos es usted sincero —comentó ella con expresión risueña.

El colgante de oro que llevaba al cuello rozó el nacimiento de sus pechos. El Caballero sintió el impulso de lamérselos.

Estaba perdida, si… así lo deseaba él, si le apetecía, si se le antojaba. ¿Debía seguir adelante? ¿O seguir buscando?

Le latía el corazón con fuerza. Tenía que decidir. Miró a los desenfadados ojos de la rubia y vio la respuesta.

—No la conozco —dijo él dominando su excitación—. Sin embargo, creo haber encontrado aquí lo que me gusta.

—Pues… yo también creo haber encontrado lo que necesito. ¿De dónde es usted? Porque… de por aquí no es.

—Soy de Carolina del Norte —contestó él, que le abrió la puerta y salieron de aquella tienda especializada en ropa de moda antigua—. Me he esmerado en perder mi acento.

—Pues lo ha conseguido.

Aquella mujer no era precisamente tímida. Irradiaba confianza en sí misma. Pero no tardaría en dominarla.

¡Cómo la deseaba!