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Casanova no podía apartar los ojos de Anna Miller. El aire circundante parecía rugir. Estaba muy excitado, casi fuera de sí, como le ocurría al Caballero.

Miró su obra de arte, su creación. «Anna no ha tenido nunca este aspecto para nadie», pensó.

Anna Miller yacía sobre las tablas del dormitorio de la planta inferior. Estaba desnuda y no llevaba más que sus joyas, tal como él le ordenó. Tenía las manos atadas a la espalda con una tira de cuero. Bajo las nalgas le había colocado un cómodo almohadón.

Las perfectas piernas de Anna colgaban de una cuerda atada a una viga del techo. La quería en aquella postura. Así era exactamente como la había imaginado en innumerables ocasiones.

«Puedes hacer con ella lo que quieras», pensó.

Y eso fue lo que hizo.

Ya le había introducido casi toda la leche caliente en el ano, utilizando el tubo de goma y la boquilla.

Le recordaba un poco a Annette Bening, con la única diferencia de que Anna era suya. No era una imagen fugaz que apareciese en la pantalla de un Cineplex. Lo ayudaría a superar lo de Kate McTiernan, y cuanto antes mejor.

Anna ya no se mostraba tan engreída. Tampoco era inaccesible. Casanova siempre sintió curiosidad por saber cuánto se tardaba en anular la voluntad de una persona. Por lo general, no demasiado. Por lo menos, no en esta época de cobardes y de consentidas mocosas.

—Por favor, quítamelo. No me hagas esto. He sido buena, ¿verdad? —le suplicó Anna.

Tenía una cara preciosa e interesante cuando sonreía, pero más aún cuando sufría. Casanova memorizó los detalles de aquel momento tan especial (detalles con los que podría fantasear después, como la exacta colocación de su trasero).

—No va a hacerte ningún daño, Anna —le dijo él sin mentirle—. Tiene la boca cosida. Se la cosí yo mismo. La serpiente es inofensiva. Yo nunca te haría daño.

—Eres malvado y estás enfermo —le espetó Anna—. ¡Eres un sádico!

Él se limitó a asentir con la cabeza. Quería ver a la verdadera Anna, y allí la tenía: otro agresivo dragón.

Casanova observaba mientras la leche rezumaba lentamente desde el ano. Igual que la pequeña serpiente negra. La dulce fragancia de la leche la atraía. Era un espectáculo. Era una escena real de la Bella y la Bestia.

La cautelosa serpiente negra se detuvo y, de pronto, proyectó la cabeza hacia adelante, la introdujo en el cuerpo de Anna y avanzó hacia sus entrañas.

Casanova vio que Anna abría desmesuradamente sus preciosos ojos. ¿Cuántos hombres habrían visto o sentido algo semejante? ¿Cuántos seguían aún con vida?

La primera vez que oyó hablar de esta práctica sexual fue en un viaje que hizo a Tailandia y Camboya. Lo hacían para ensanchar el ano. Ahora lo hacía él. Así se sentía mucho mejor. Lo consolaba de la pérdida de Kate y de tantas otras cosas.

Aquélla era la deliciosa y sorprendente belleza de los juegos que había elegido jugar en su escondrijo. Le encantaban. No habría podido detenerse aunque hubiera querido.

Ni nadie podría detenerlo. Ni la policía, ni el FBI, ni Alex Cross.