A las cuatro de la madrugada, Casanova empaquetó un saco de dormir Land's End nuevo de trinca, de color gris verdoso, y lo metió en una bolsa junto a un buen surtido de provisiones.
Se dirigió a su escondrijo para pasar la mañana entregado a unos placeres largamente acariciados. Incluso había acuñado una frase para consumo personal que designaba sus juegos prohibidos: «Kiss the girls».
Durante el trayecto en coche, y a lo largo del trecho que recorrió a pie a través del bosque, fantaseó acerca de lo que iba a hacer aquel día con Anna Miller, su más reciente adquisición.
Recordó unas maravillosas y apropiadas palabras de F. Scott Fitzgerald: «El primer beso se originó cuando el primer reptil macho lamió a la primera hembra, dando por sentado, a modo de cumplido, que ella era tan suculenta como el pequeño reptil del que había dado cuenta la noche anterior para cenar».
Era algo biológico, ¿no?
El atavismo que ponía en marcha el falómetro.
Cuando al fin llegó a su escondrijo, puso un compacto de los Rolling Stones a todo volumen: el incomparable álbum Beggars Banquet. En aquellos momentos, necesitaba escuchar una música estridente y antisocial.
Mick Jagger era ya cincuentón, ¿verdad? En cambio, él sólo tenía 36 años. Era su momento.
Se contempló desnudo frente a un espejo de cuerpo entero y admiró su estilizado y musculoso físico. Se peinó. Luego, se puso un fino batín de seda pintado a mano, que compró mucho tiempo atrás en Bangkok, sin ceñírselo, para exhibir sus atributos.
Eligió para aquella ocasión una máscara distinta, una preciosa máscara veneciana, comprada especialmente para la ocasión.
Ya estaba dispuesto para ver a Anna Miller.
Era muy engreída, inaccesible, deseable. Tenía que dominarla pronto.
Su organismo bombeaba adrenalina, el corazón le latía aceleradamente. Estaba exultante.
Casanova había llenado una jarra de cristal con leche caliente. Y en una cesta de mimbre llevaba una sorpresa especial para Anna.
A decir verdad, la había reservado para la doctora Kate. Era con ella con quien habría deseado hacerlo.
Puso el rock a todo volumen para que Anna supiese que había llegado el momento. Era una señal. Ya lo tenía todo preparado: la jarra llena de leche caliente, un largo tubo de goma con una boquilla y un delicado obsequio en la cesta de mimbre.
Ya podía empezar el juego.