Casanova seguía furioso y encolerizado por la fuga de Kate McTiernan. Llevaba horas muy inquieto y desvelado. No hacía más que dar vueltas en la cama. Era mala cosa. Un peligro. Había cometido su primer error.
De pronto, alguien le susurró en la oscuridad:
—¿Estás bien? ¿Te encuentras bien?
Era una voz de mujer que lo sobresaltó. Él había sido Casanova. Ahora, se transmutaba en su otra personalidad: el buen esposo.
Alargó la mano y acarició con suavidad el hombro desnudo de su esposa.
—Me he desvelado, pero estoy bien.
—Lo he notado. ¿Cómo no lo iba a notar? —dijo ella con voz adormilada.
Era una buena persona, y lo quería.
—Lo siento —pidió perdón Casanova besándole el hombro.
Le acarició el pelo mientras pensaba en Kate McTiernan, que tenía una melena castaña mucho más larga.
Siguió acariciando el pelo de su esposa, pero volvió a sumirse en sus torturados pensamientos. Ya no tenía a nadie con quién hablar, ¿verdad? Desde luego en Carolina del Norte, no.
Se levantó y bajó con paso cansino a la planta inferior. Se metió en su despacho y cerró la puerta por dentro. Miró el reloj. Eran las tres de la madrugada, es decir, las doce de la noche en Los Ángeles.
Haría una llamada. Porque, en realidad, sí tenía alguien con quién hablar. Sólo una persona en todo el mundo.
—Soy yo —dijo Casanova al oír la voz familiar que contestó al teléfono—. Esta noche estoy que me subo por las paredes. Y he pensado en ti, claro está.
—¿Quieres decir que llevo una vida desenfrenada y enloquecida? —preguntó con sorna el Caballero.
—Por supuesto —contestó Casanova más animado, ya que, por lo menos, con el Caballero podía hablar y compartir sus secretos—. Ayer cogí a otra. Déjame que te hable de Anna Miller. Es encantadora, amigo mío.