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—¿Quién es usted? ¿Quién demonios es usted?

Una voz aguda me despertó. La tenía muy cerca, casi pegada a mi cara.

—Soy policía —le contesté en tono tranquilizador a la traumatizada Kate—. Me llamo Alex Cross. Está usted en el hospital universitario de Carolina del Norte. Ya no tiene nada que temer.

Tuve la impresión de que Kate McTiernan iba a echarse a llorar, pero al momento se rehízo. Al ver su reacción, comprendí por qué había logrado sobrevivir en su encierro y no perecer en el río. Era obvio que era una mujer con una gran fuerza de voluntad.

—¿En el hospital? —preguntó con voz entrecortada.

—Sí, está en el hospital —le contesté cogiéndole una mano con la palma boca arriba—. Ya está a salvo. Déjeme que vaya a llamar al médico, por favor. Volveré en seguida.

—Espere un momento. Yo soy médico. Antes de llamar a nadie, déjeme organizar mis ideas. ¿Es usted policía?

—En efecto.

Sentí el impulso de abrazarla, de coger su mano, de hacer algo para confortarla, después de todo lo que había pasado en los últimos días. También tenía muchas preguntas importantes que hacerle.

—Creo que me drogaba —dijo Kate McTiernan desviando la mirada—. A no ser que todo haya sido una pesadilla.

—No, no ha sido una pesadilla. Ha utilizado una potente droga llamada marinol.

—He debido de estar realmente «colocada» —exclamó Kate, que intentó silbar, aunque le salió un extraño sonido porque le faltaba un diente.

Tenía la boca seca y los labios hinchados, especialmente el superior.

Por extraño que parezca, sonreí.

—Todo un «viaje astral». Parece que haya pasado usted una temporada en el Planeta de los Simios. Me alegro de que esté de vuelta.

—Pues… imagine cuánto me alegro yo —me susurró llorosa—. Lo siento… Me impuse no derramar una lágrima en aquel horrible lugar. Pero ahora lo necesito.

—Desahóguese —le susurré a mi vez.

También yo tenía dificultades para contener el llanto. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Me acerqué a la cama, tratando de consolar a Kate mientras lloraba.

—No parece usted del sur —me dijo Kate McTiernan al cabo de unos momentos, un poco más tranquila, luchando por sobreponerse con increíble energía.

—No, soy de Washington. Mi sobrina desapareció de la Facultad de Derecho de Duke hace diez días. Por eso estoy aquí. Soy detective.

Parecía como si fuese la primera vez que me viese.

—Había otras mujeres en la casa en la que me han tenido secuestrada. Casanova nos tenía terminantemente prohibido hablar entre nosotras, pero… me salté el reglamento. Hablé con una tal Noemi…

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Mi sobrina se llama Naomi Cross —la atajé—. ¿Está viva? ¿Está bien? Dígame lo que recuerde, Kate, por favor.

—Hablé con Naomi. No recuerdo su apellido. También hablé con una tal Kristen. Las drogas… Oh, Dios mío… ¿Es su sobrina? Empieza a nublárseme la vista —añadió como si alguien la estuviese vaciando de energía.

—Sí, sí —le dije apretándole la mano—. Quizá aún quepa una esperanza. Casi la había perdido ya.

Kate McTiernan me miró con fijeza, muy seria. Parecía querer recordar algo horrible que, a la vez, deseaba olvidar.

—Hay muchas cosas que no recuerdo en estos momentos. Creo que empiezo a notar los efectos secundarios del marinol. Iba a ponerme otra inyección. Le di una patada y lo dejé bastante conmocionado. Me vi en un denso y oscuro pinar. Recuerdo… se lo juro por Dios, que la casa en la que nos tenían secuestradas… desapareció.

Kate McTiernan meneó lentamente la cabeza. Estaba perpleja, atónita ante su propia versión de los hechos.

—Eso es lo que recuerdo —prosiguió—. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede desaparecer una casa?

Me percaté de que, en aquellos momentos, Kate McTiernan revivía las espantosas horas que acababa de pasar. Yo era el primero en oírle la historia de su fuga; el primero en escuchar a nuestra testigo.